[25 de febrero, viernes]. ¿En público o en privado?

Leo un libro de Michel Tournier titulado el Espejo de las ideas, que se publicó en 1994, cuando su autor cumplió los setenta años. No es un dato trivial. Hay encomiable capacidad de síntesis o, lo que es lo mismo, una disposición a prescindir de conocimientos inútiles. Un libro escrito solo con la memoria personal, sin abrir demasiados libros o, mejor, solo por las páginas que se recuerdan con agrado.

         La idea que organiza el libro es muy simple y se materializa en un mínimo tratado de ideas enfrentadas. «El hombre y la mujer» es el primer capítulo. «El amo y el criado» o «La sal y el azúcar» andan por en medio. «El ser y la nada», el cierre. Una vez acabado el libro, el lector continúa unos días con esta dinámica, aunque casi todas las dicotomías que se le ocurren ya las ha tratado Tournier de una manera explícita o implícita. Persevero hasta que encuentro un antagonismo propio: «Público y privado». Me llama la atención que, entre las cincuenta y cuatro parejas de conceptos encarados, no se le hubiera ocurrido tratar estos. Me lo deja a mí, lo compruebo y se lo agradezco.

         En la concepción de lo público existe un galimatías de significados que implican a su vez nuevas oposiciones, al que conviene poner algún orden. En síntesis, se pueden considerar dos dimensiones del término. En su forma externa, público es o bien una manera de transporte, lo que inmediatamente implica una nueva dicotomía entre lo colectivo y lo individual; o bien, más genérico, un mecanismo para sufragar actividades sociales, así en el concepto servicios públicos sobrevuela otra oposición entre impuestos y patrimonio personal. Esta dimensión de lo público que se orienta hacia la sociedad colectiva o hacia la sociedad de individuos posee un interés que no ha conseguido caducar pese a la infinidad de debates (económicos, políticos, filosóficos) que le preceden. De hecho, continúa siendo la auténtica oposición de fondo en la sociedad del presente.

         Una segunda magnitud de lo público cabría identificarla en las esferas de la intimidad, es decir, allí donde se permite un acceso a los demás o se les niega. Lo privado es susceptible de diversas gradaciones: yo-pareja-familia-amigos-conocidos. A partir de este punto, el resto que accede a una biografía lo hace de manera pública. Hay públicos que forman conjuntos concretos, como los profesionales (por ejemplo, el alumnado de una clase), y otros, difusos, a los que puede pertenecer cualquiera que asista o se conecte. Esta es una escala que ha permanecido durante décadas estable. Lo privado convertido en público formaba parte de un código, porque el comercio con la intimidad poseía denominaciones peyorativas concretas para cada caso. De ahí que, a diferencia de la dimensión externa de la oposición público-privado, la íntima carecía de interés hasta hace bien poco. Pero la irrupción de las redes sociales —Facebook (2004), Twitter (2006), Instagram (2010), Onlyfans (2016), Tik Tok (2016)— ha transformado radicalmente la oposición, anulándola. En el ámbito digital lo privado ha dejado de ser un concepto admitido. Toda biografía (la personal, de pareja, familiar, amistosa) es, por sí misma, pública. Lo privado parece relegado a una opción militante y negacionista de la época.

         Pero no escribo, como hacía Tournier, un ensayo divulgativo, sino un diario. Y este recorrido que he realizado desde su lectura, pasando por la sociología impresionista, ha de tener como fin cuestionarme la razón por las que escribo estas páginas privadas con la finalidad de que algún día sean públicas. Me pongo a ello.

         Los géneros literarios memorísticos nunca se han contado entre los que comercian con la intimidad. Tengo la impresión de que se agrupan entre aquellos con público profesional, en los que una intimidad diluida forma parte de la dinámica ordinaria. Pondré un ejemplo: si durante una clase el profesorado menciona alguna anécdota personal, o responde en ocasiones a las inquietudes del alumnado («¿Tiene hijos, profe?»), esas desviaciones de lo privado hacia lo público contribuyen a establecer vínculos entre personas que comparten una esfera. Algo así ocurre también con los lectores, con quienes el escritor de memorias o de diarios comparte una intimidad moldeada por la escritura que raras veces trasciende las fronteras del hecho lector, creando así una esfera allí donde no existe, entre dos desconocidos, el autor y el lector, que, de repente, dejan de serlo en el ámbito simbólico.

         Aun así, no deja de intrigarme el hecho de que nunca hubiera querido escribir un diario convencional, cronológico, y ahora ande ya por su segundo volumen, este, una vez publicado el primero. La justificación de Dedos de leñador (días de 2019), y realmente el motor de su escritura, fue el hecho de verme en mi último curso completo como profesor y ser consciente de que jamás había escrito sobre este asunto. Aun ahí aparece una sombra de duda: ¿y por qué creía necesario hablar de ello?

         También lo público y lo privado constituyen un paradigma literario. Y especialmente en la poesía. El término implícito en este género, la lírica, contiene una oposición como significado. Según el diccionario de la RAE, lírico es el «Género literario, generalmente en verso, que trata de comunicar mediante el ritmo e imágenes los sentimientos o emociones íntimas del autor». Comunicar (en concreto: recitar o publicar) e intimidades son evidentes opuestos.

         Las vanguardias literarias, en especial aquellas que ahondaron en las cualidades existenciales del ser humano, como los heterónimos de Fernando Pessoa, los apócrifos de Antonio Machado o los correlatos objetivos de T. S. Eliot, desvincularon el yo del ámbito íntimo del poeta. Cuando Pessoa escribe «pero, si pedí amor, ¿por qué me trajeron / callos a la manera de Oporto fríos?» y atribuye estos versos a Álvaro de Campos, lo que hace es desplazar un fracaso amoroso desde su propia intimidad a la del poema, cuyo vínculo lírico se establece ahora el nombre del heterónimo, es decir, con un ente literario. La intimidad de la poesía del siglo XX, a diferencia del Romanticismo decimonónico, reside dentro de las fronteras textuales de la obra.

         Con esta concepción literaria he escrito todos los libros que he publicado. También la mayoría de libros que he leído. Ante cualquier dato personal que descubra entre los versos, no se me ocurre darle valor en relación al poeta, sino exclusivamente en relación a la subjetividad creada por el texto.

         Han pasado cien años desde entonces. Y hasta yo mismo, fiel intérprete de la subjetividad impostada, empiezo a dudar de su validez. De hecho, de eso exactamente se trata: de dar validez a lo leído. En el sistema inaugurado por las vanguardias existencialistas la autenticidad de la experiencia lírica no procedía de su vínculo con un yo biográfico, como había ocurrido en el Romanticismo, sino con un yo literario, sea Álvaro de Campos, un correlato objetivo, o la subjetividad autónoma presente en cualquier buen poema. Un siglo —con frecuencia basta un par de décadas— es tiempo suficiente para erosionar una idea literaria. Tengo la impresión de que los lectores han empezado a descreer de la propia escritura como autentificadora de valores literarios. O dicho de otra manera, han vuelto a creer en la existencia de un yo biográfico que dé valor a lo escrito. Nunca más regresará el yo Romántico, por más que se le añore, pero ha vuelto sin duda a la literatura, también a la poesía, su funcionalidad. Un yo testimonial, pero solo en función externa, de notario, que el lector exige (y acaso también el autor necesite) para (paradójicamente) certificar el valor literario de lo que lee.

         Desacreditadas las ideas estéticas, devaluados los movimientos, decepcionados receptores y emisores de la intimidad imaginaria, surge la necesidad de establecer nuevos parámetros de lo que es y no es arte literario. La punta del iceberg de esta nueva modulación se encuentra en el auge de la escritura hiperbiográfica, en ocasiones denominada autoficción, que conquista con tanta facilidad a los lectores de novelas y da alas a los nuevos poetas. No es más que un síntoma de la efervescencia que late en lo más profundo de la literatura, la liquidación de valores y la ausencia de recambios. De modo que, mientras tanto, regresa una suerte de pararromanticismo que sume la literatura contemporánea en la más honda —y atroz— de las paradojas: solo la biografía real de un autor es capaz de dar autenticidad a su imaginación.

         Como estoy escribiendo un diario, no un ensayo, la deriva a la que me ha conducido la reflexión a partir del libro de Tournier, en realidad, no importa demasiado. Aunque creo que me ha servido para comprender por qué escribo este libro. Yo mismo, tras cuatro décadas de escritura constante, me he visto obligado a escribir bajo la subjetividad de mi propio yo biográfico —las páginas de este libro son su ejemplo— para que la prosa que hacía tuviera un significado para mí. Porque escribir ahora mismo una novela con su intimidad elucubrada en la propia mecánica de la escritura es lo que menos me apetece hacer. Incluso menos que volver a dar clase. Cómo será de profunda la mudanza de hábitos literarios que no me ha importado ir en contra de lo que había pensado y defendido desde siempre.

         Michel Tournier acaba cada una de sus oposiciones con una cita. Espléndidas, la mayoría. Me he puesto las pilas y he encontrado una adecuada a mis reflexiones tournerianas: «No hay vida privada que no esté condicionada por el contexto más amplio de una vida pública», George Eliot. Tenía otra para elegir, que me gustaba más porque acaba donde me había llevado a mí la reflexión, en la desaparición de la incompatibilidad entre lo privado y lo público: «Sé muy bien que en la infancia de cada persona hubo un jardín, / particular o público, o del vecino. / Sé muy bien que jugar era su dueño. / Y que la tristeza lo es de hoy», Álvaro de Campos. Me doy cuenta, sin embargo, de que el curso de los pensamientos me ha conducido a un lugar que no está en la cita de Eliot ni en la de Pessoa, porque la oposición se ha transformado en «Yo y el otro», y su única cita válida sigue siendo la que escribió en una carta un adolescente visionario: «Je est un autre», Arthur Rimbaud.

[Clarín nº 157. Enero-febrero, 2022]

17 de febrero, jueves. Disconformidades


Existe un misterio en la desnudez. Creo que tiene que ver con las pérdidas, aquel efecto de las glaciaciones que tuvieron que padecer los primeros sapiens tras su salida de África. Somos el único ser para el que existe la desnudez. Hay algunos dueños de perros que, en invierno, les ponen chalecos y bufandas, y crean una imagen paródica de su animal. La desnudez evoca una época idílica, africana, de convivencia con la naturaleza. Así somos los humanos, hermosos y débiles. El vestido trajo a la mente del sapiens un concepto diferente de la naturaleza: lo que debe ser dominado. Primero las pieles, luego el fuego, más tarde las verduras y también algunos animales. El agua. En esto sigue embarcada nuestra especie. En dominar. La luna, Marte, las estrellas. Solo cuando estamos desnudos aparece otro significado en lo que nos rodea. El que favorece los abrazos. El regreso de la dominación a la entrega.

[Libro V, Epigrama V]

12 de febrero, sábado. A veces antes, a veces después

Oigo que alguien cita a Víctor Hugo para decir que algo es tan delicado como darse un beso a través de un velo. La idea da qué pensar. Primero en Kafka.

         El día 3 de julio de 1916 se encuentra con Felice en la ciudad balneario de Marienbad. Ya habían concertado matrimonio, aunque quizá ambos con más dudas que voluntad. Tras un distante encuentro («Puerta con puerta, llaves a ambos lados»), la comodidad del hotel y la belleza de los parajes colaboraron para abrir puertas. En el Diario, el 6 de julio, tras tres días de convivencia con Felice, en medio de otras extensas anotaciones sobre sueños y relatos imaginados, escribe: «Con Felice únicamente he tenido intimidad en las cartas, humanamente solo desde hace dos días». Ahí. el velo de la distancia antes de caer al suelo y, arrastrado por la corriente, volar a un rincón.

         Pero también el velo admite regresar después. El 26 de septiembre de 1920, en Zürich, Rainer Maria Rilke le cuenta a Merline las diversas melancolías que le ha dejado su presencia tras partir. Y cierra la carta contándole qué ha hecho aquel domingo: «Acabo de pasar bajo el viejo puente cubierto que lleva a la estación. He ido allí deliberadamente, para hacerme cargo de que estaba caminando por donde un día sus pies, querida, se posaron placenteros y curiosos. ¡Y pensar, ay, que se dirigían hacia mí!». Los pasos sobre los pasos de la amada: un beso a través del velo del tiempo. 

3 de febrero, jueves. Apunte circunstancial sobre la esencia

Resulta curiosa la transformación que padece el amor en poco tiempo. Siendo, como es a su llegada, la exaltación más resplandeciente de la presencia, es decir, la conversión del anodino presente en una vivencia que exige para sí una mayúscula inicial, el Presente, acaba pronto enmarañada en las redes del tiempo inexistente. El crecimiento del amor, que nació del presente, enseguida se fía por completo al futuro. Aquellas caricias, palabras, risas que reivindicaban el valor trascendente de lo inmediato, aquella mariposa que revoloteaba alrededor, de repente, como en una metamorfosis inversa, se convierte en el gusano del porvenir. De nada valen ya los besos frente a los preparativos. El amor, qué rápido se olvida de sí mismo para convertirse en una metafísica. 

[Libro V, Epigrama IV]