24 de julio, lunes. Tina Modotti: El mensaje del alma está en las manos


Del mismo modo que hay vidas que cobran sentido al contarse en modo inverso a como fueron vividas, también hay obras que se iluminan desde su final. La fotógrafa Tina Modotti (1896-1942) falleció repentinamente, a una edad temprana, en Ciudad de Méjico. Tres años antes había regresado a su país de elección como una refugiada más de la Guerra Civil española. Se conservan todas las fotografías de los siete intensos años que vivió en Méjico, que fundamentan su papel de pionera del arte fotográfico, pero ninguna se conoce del lustro, entre 1934 y el final de la guerra, que vivió en España, vinculada al Socorro Rojo y a las Brigadas Internacionales. Aunque sobre dos fotografías de la época sobrevuela la sombra de su autoría. Son dos de las dieciocho placas que se publicaron en la edición de Vientos del pueblo (Valencia, 1937), el libro de Miguel Hernández. Una de ellas ilustra el poema «Las manos».

La imagen muestra en detalle dos manos moldeadas por el trabajo, posiblemente de un campesino, pero en una posición de sosiego, entrelazadas. El poema empieza con una afirmación que quizá Tina Modotti subrayara en el ejemplar o en el manuscrito donde lo estuviera leyendo: «La mano es la herramienta del alma, su mensaje». En coherencia con su escritura en época de guerra, el poema contrapone las manos de los «trabajadores», heroicas, con las del «bando sangriento», «manos fangosas» del enemigo.

         Tina Modotti había convertido mucho antes el «mensaje» de las manos en un motivo recurrente de su imaginación fotográfica. Algunas de sus mejores placas las muestran en primer plano.  En Méjico, donde se la ve crecer con la cámara en las manos frente al encuadre de las personas —desde la edad infantil hasta los ancianos, hombres y mujeres, trabajadores y vagabundos, en momentos de sufrimiento y de regocijo—, ha dejado algunas piezas memorables. Revisitadas desde atrás hacia adelante, la serie que en 1929 dedica al titiritero se olvida del protagonismo de los títeres, que quedan en un segundo plano, para hacer hablar solo a las manos —las nervaduras de la tensión, la precisión del gesto en los dedos—, como una niña que se desentendiera de la estereotipada ficción infantil para descubrir, en lo que apesadumbra al narrador, algún secreto de la existencia. 

En «Manos de mujer lavando ropa» (1928) Modotti plantea una contraposición muy diferente a la convencional de los bandos en guerra; un antagonismo que en la década de los veinte del siglo XX no era tan fácil percibir. Las uñas bien cuidadas y dos anillos que relucen en el dedo medio de la mujer contrastan con las estrías en la piel causadas por la humedad habitual en el trabajo femenino. Hay un canto a la belleza secreta en esas manos oscuras, frente a la blancura de la pieza de ropa, que emerge de un interior desconocido y que se manifiesta en la leve curvatura de los dedos que muestran antes que una labor ritual, una delicadeza en el cuidado del mundo que lo preserve. 

«Manos descansado sobre una pala» (1926) es una de las obras más apreciadas de la fotógrafa. Modotti fue en sus inicios una artista entregada al formalismo. Antes que argumento, en sus primeras fotografías hay geometría y composición, líneas y planos, volúmenes, luz y sombras. Y merodeando las hechuras, las evocaciones simbólicas. En Méjico, a esta formación clásica le añade un contenido humanista. El hombre que descansa con sus manos sobre la pala es un emblema de la fusión entre sus dos formaciones, la fotográfica y la vivencial. Hay una perfección formal asombrosa, un equilibrio prodigioso entre claros y oscuros, entre líneas y relieves, incluso una indiscutible dimensión simbólica, esa cruz que trazan brazos y palas. Pero lo que impresiona es el sosiego que transmiten las manos, la que sostiene la otra mano que a su vez sujeta la pala. Es tal vez la sublimación de la idea del séptimo día, el momento en el que el mundo —el trabajo realizado— parece bien hecho. El cumplimiento de un milagro. 

Antes de decidirse a fotografiar personas, Tina Modotti se entregó intensamente a fotografiar flores. Son resoluciones gráficas perfectamente estudiadas. Los juegos con la luz, el encuadre y la perspectiva convierten las flores en entes geométricamente abstractos. Son flores, pero también son formas, y en esta coincidencia imprevista del ser con su fantasma prenden las evocaciones. Tras la contemplación del árbol de las manitas (Chiranthodendron) dispara su cámara para convertir la flor en una tenebrosa mano que, amenazadora, emerge dispuesta a acoger cualquier símbolo funesto. 

Y de la misma época que esta fotografía con referencia vegetal es otra, también de unas manos, realizada en California, a donde había viajado completamente sola una década antes, con apenas diecisiete años, desde su Údine natal, tras los pasos de su padre, emigrante en Estados Unidos. La descripción de la pieza, que carece de título, es «Manos de madre. California» y resulta escalofriante la idea de cohibición que muestran estas dos manos escondidas, una dentro de la otra, negándose a cualquier función que no sea la meramente nominal del matrimonio que señala el único brillo de la imagen que recae sobre el anillo en el dedo índice. 

Si se había empezado este relato con la incógnita de la autoría de una fotografía, se concluye con la incógnita de la protagonista de esta pieza, que más que los cuidados de una madre, evocan con cierta intensidad su opuesto, es decir, su ausencia. Y quizá desde esta ausencia existencial también se pueda explicar el valor densamente simbólico con el que la fotógrafa impregna su mirada cuando esta se detiene sobre unas manos. 

20 de julio, jueves. Jardín de aforismos: estanque


Precioso con su traje de colorines, me ensimisma el canto de un jilguero. Cuando acaba una de sus arias prodigiosas, desde mi escondite de helechos no puedo evitar lanzar un ¡hurra! en mitad del bosque, que sentí platea. Despavorido sale disparado hacia el cielo, huyendo de mi gratitud.

*

Huele a tiempo recién salido del presente.

*

Lo decisivo es con frecuencia solo la melodía que se oye de fondo en los acontecimientos.

*

Vivir se parece al oficio de aquellos músicos de teatro que interpretaban sus piezas en el foso del escenario. De vez en cuando asomaba la cabeza el director como un balón que hubiera caído a pies de los actores.

*

Hay quien piensa en una felicidad para sentarse en el sofá a acariciarla.  Un pájaro que se posa en una rama a cantar, enseguida se va, y la felicidad es el vacío que queda en el lugar.

*

Qué bien estamos los dos aquí juntos, ¿verdad?, tan a gusto cada uno entretenido con su móvil.

*

El único atractivo que tiene el fútbol contemporáneo es descubrir los errores en la práctica mecánica del juego que les han enseñado y practican sin cesar. Solo resulta memorable la dificultad que encuentran algunos futbolistas para convertirse en máquinas.

11 de julio, martes. Las artes plásticas y la gestión de residuos


Nunca le he temido a la ceguera, sé que sabría pintar mis cuadros con los ojos cerrados. Conozco de memoria su estilo antes de empezarlos. Siempre procedo del mismo modo. Una máquina no reproduciría el modelo mejor que yo. Es la verdad, aunque estas afirmaciones tan rotundas nunca se las contaré a nadie. Claro. No vendo muchas piezas, pero las que me compran pagan el alquiler del estudio, la ropa que visto y lo que me traiga los jueves del mercado para pasar la semana. Por las noches duermo en un rincón. Mi vida se limita a estos movimientos. Trabajo durante las horas de luz, para no aumentar con los focos la factura de electricidad, leo cuando oscurece. O escribo, como ahora, confesiones que rasgaré por la mañana, para que no se conozca la verdad. Nada le conviene menos al arte que lo auténtico. El arte es máscara de principio a fin. Ni puedo acordarme cuántas veces he empezado un escrito con el mismo párrafo que este. Día sí día no. Y sin embargo, lo escribo para que al día siguiente solo yo me entere de lo escrito, justo antes hacerlo trizas.

Por cierto, no resulta tan sencillo deshacerse de estos papeles comprometidos en los que necesito expresar la más recóndita intimidad para luego destruirlos. Solía hacer con ellos una pelota y lanzarla luego, con estilo de ala-pivot, al cubo de la basura. Pero un día me di cuenta de que cualquiera podía hurgar en los contenedores y leerlos con facilidad. Pasé inmediatamente a rasgarlos. No fue fácil tampoco la decisión de dónde deshacerse del documento, porque para entonces ya me había comprado un cubo con separación de residuos, en el que quedaba fatal ante mí mismo si tiraba al hueco del rechazo un papel, habiendo al costado un espacio pintado de azul que lo aguardaba ávidamente. Algo me impedía, sin embargo, cambiar el objetivo. Cuanto recogía la fracción azul del cubo multiusos —envoltorios de productos, folletos publicitarios, periódicos atrasados— es susceptible de ser leído. Así que, en un giro de guion sorprendente decidí mezclar mis escritos prohibidos con mondaduras, espinas, cáscaras y desperdicios de la comida en el cajón de color marrón. Así lo hice durante una temporada, seguro de que nadie se atrevería a investigar en un papel impregnado con salsa de tomate. Como basta adoptar una costumbre para que un documental la afee, en la tele me entero el otro día de que los únicos residuos que se revisan son los orgánicos, entre los cuales, en cierta ocasión, descubrieron unas cartas de la guerra civil de las que alguien se había deshecho junto a los restos de la cena. Las dudas regresaron a mi hábito de confesar a diario lo que nadie nunca debería conocer. De modo que no tengo ni idea de cómo me desharé de este folio cuando lo cubra de verídicas razones. Echaré a suertes su destino.

Compro cada mes unos cuantos listones y unos metros de lienzo. Me gusta clavetear mis propios marcos. Darles las medidas acordes con la inspiración. Antes fue la mía, ahora es la de los futuros dueños de las piezas, para que se amolden a la cómoda o al sofá sobre los que pretenden colgarlos. Y así empiezo cada mes con la misma rutina. De hecho, los tres o cuatro encargos que tengo, sea de particulares o del dueño de la tienda de muebles que se los vende a sus clientes, los resolvería en una, o quizá, dos tardes. Pero como estos cuadros me pagan un mes de alquiler, me parecería ruin tirarme a la bartola el resto del tiempo. Así que empiezo a pintarlos desde el desconocimiento de lo que aparecerá en ellos. He pasado por tantas épocas y estilos que no me extrañaría que alguna vez incluso repitiera motivos o combinaciones de color ya experimentadas hace años. No me importa. Creo convulsivamente sobre los lienzos. Y cuando los agoto, retomo el primero, le doy una capa de blanco y vuelvo a pintar. Y así las rotaciones que me exijan las horas con luz solar del día. Hasta la última semana del mes, cuando ya no puedo procrastinar más la entrega. Entonces devuelvo los lienzos a su blancura original y pinto según el estilo que conseguí hace unos veinte años y tanto éxito tuvo entonces, y lo mantiene, entre mis contemporáneos. Los envuelvo en plástico de burbujas y realizo yo mismo, disimulado con una gorra y un mono de repartidor, las entregas, casi siempre a los conserjes de las fincas donde habitan los seguidores de mi arte. Dos cosas que he de cuidar con esmero y fidelidad, aquellos a los que les gusta lo que hago y el estilo cuya admiración consigue desbloquear su cuenta corriente.  

[Cuaderno de ficciones, página 9]

7 de julio, viernes. A vueltas con Correos


Como si estuviera la corporación entera dedicada a sorprender cada día a sus usuarios, últimamente Correos me recrea con espectáculos inéditos. Como aquel día en el que recibo en mi casa una carta que había enviado tres días antes a un amigo. Sin ninguna anotación de «Devuelto» ni «Desconocido» ni nada que tan desolador resulta cuando ocurren estas cosas. Compruebo la dirección. Está perfecta. El destinatario la espera. ¿Qué ha ocurrido? Acudo a la estafeta para que me echen una mano. Me lo explican en seguida: ha sido enviada al remitente (consignado en la parte posterior), en lugar de al destinatario. Un truco fácil, pero efectivo.

         El de hoy lo supera. Me devuelven una carta escrita a otro amigo que hace años vive en la misma dirección de Santa Cruz de Tenerife. Por encima, ahora sí, las rayas sobre la dirección y el habitual «Desconocido» que indica una devolución. Me acuerdo de aquella época en la que los carteros eran capaces de entregar una carta en una ciudad en la que solo figurara un nombre. En cierta ocasión recibí un envío en mi domicilio en cuyo sobre figuraba, por error, el nombre equivocado de otra calle que estaba en la otra punta de la ciudad. Era el pasado. Llamo a mi amigo y le pregunto: ¿te has mudado de casa y no me lo has dicho? En absoluto, me responde. Soy yo, lo sé entonces, quien se ha equivocado. En lugar de 38007, que es su código, he escrito 38005. El resto de la dirección (nombre, calle, número, portal y piso) está correcto. Un excelente motivo para devolver la carta. Las máquinas que las discriminan no comprenden el concepto de error, sin el que ningún conocimiento podría haber existido, ni siquiera ellas. Tengo la impresión de que la inteligencia artificial nos convierte cada día en más idiotas.