29, martes. Junio. Crónica no del todo deportiva

El encuentro entre Croacia y España de octavos de final de la Eurocopa que veo en la tele resulta algo más que entretenido. Un partido, si es bueno, se convierte en una obra de teatro en la que emerge una visión dramática del enfrentamiento no de los equipos, sino de su pensamiento. En el fútbol todavía se mantiene un pensamiento colectivo en acción, que evoluciona, avanza, retrocede y se complica conforme dictan las circunstancias. Es algo que ya ha desaparecido de las expectativas de la época. El pensamiento colectivo solo se concibe como estático (los jóvenes son así y los banqueros asá), una escultura que no admite variaciones, solo erosión y deterioro. Porque el individualismo ha alcanzado el tuétano de la sociedad; incluso el fútbol, siempre colectivo, se ha contaminado. Se insiste en hablar del protagonismo de un futbolista cuando sin otros diez que jueguen alrededor pocos partidos podría ganar.

El de ayer fue un repertorio clásico del pensamiento colectivo. Durante los primeros veinte minutos Croacia salió como el espejo de España, que se miraba en él para gustarse, sin que al espejo le importe lo que haga quien se contempla en él, porque es bien sabido que los espejos no son susceptibles de ser atravesados. En este punto España decide, sin atenerse a ninguna lógica, hacer trizas el guion con un intento de suicidio. 1-0. Croacia de inmediato sale del espejo. El instinto depredador del fútbol emerge para consolidar la tentativa. España ni sabe ser un espejo, parece una tapia llena de grietas. Le salva que por ellas no cabe una pelota.

         En la segunda parte quien copia el espectacular giro de guion son los croatas. Se despliegan en el campo como quien se desabrocha el cuello de la camisa frente a Drácula. 1-3. Todo parece claro para el final de una teleserie de las que se ven echando cabezadas en el sofá. Los croatas, de repente, deciden convertir las ranuras de la portería de España en boquetes a base de balonazos. Y lo consiguen, porque emerge en su pensamiento la brutalidad primitiva del orgullo, que lo arrasa casi todo. 3-3. Acaba el partido como empezó. En la prórroga, ya fuera de la lógica del partido, solo podía ganar, ya fuera del tiempo cronológico, quien tuviera héroes que necesitaran reivindicarse como tales. Los croatas, de osco uniforme y fuerza anónima, poco podían hacer frente a un apolíneo delantero vestido con túnica blanca con un pueblo detrás que lo vilipendiaba con gritos que solo anhelaban tornarse cánticos de amor.

No son frecuentes los partidos con argumentos tan complicados. Pero en las fases finales de un campeonato suelen aparecer los grandes temas del teatro universal. El partido de Portugal, la víspera, fue una obra de Sófocles: Edipo que no entiende por qué no gana cuando juega mejor que el destino (los belgas, que jugaron un partido mediocre, de hecho, como se muestra el destino siempre para los mortales). El partido de España, en cambio, fue obra de Esquilo. Esquilo era general del ejército griego y sabía que no existe victoria sin padecimiento. Sufrir es la única victoria heroica.

23, miércoles. Junio. Plaza de los Jardines de Alfabia

La racionalidad ordena, pero en sus extremos sobreviven las paradojas. En los últimos tiempos el mismo espacio de relajación y esponjamiento recibe en la ciudad dos nombres: Plaza y Jardines. En general, el primero respeta los espacios tradicionales así denominados y nombra los nuevos que poseen una singularidad en el plano urbanístico. Es decir, distribuyen el tráfico a su alrededor. Cuando el espacio se encuentra dentro de la regularidad del plano, tras el derribo de almacenes y edificios viejos que no son sustituidos por otros nuevos —no se olvide que en algún momento del siglo XX Barcelona tuvo la misma densidad que Bombay—, las plazas conquistadas a la edificación se denominan «Jardines», con frecuencia solo de forma retórica. Es un criterio. El espacio que la ciudad le dedica a los Jardines de Alfabia, en la isla de Mallorca —uno de los topónimos mallorquines que abundan en el barrio de Porta—, se llama «plaza» porque lo obtuvo antes de los criterios, pero no es literalmente una plaza. Y mucho menos lo que el nombre evocado sugiere.

         El significado paradójico, sin embargo, no está en el nombre, sino en el trazado. Se podría concebir este espacio como maniobra diversiva: una Rambla ideada para justificar la edificación de un polígono de bloques que superaba las alturas permitidas en la ciudad. Se construyeron los edificios alrededor de 1960 y el espacio común quedó, después de vendidos los pisos, abandonado a su destino, primero, como descampado, casi vertedero, luego, conforme el desarrollismo se imponía, como aparcamiento vecinal. Hoy, urbanizada desde 2018 sin ningún atributo, es una suerte de enlosado baldío por donde casi nadie pasea y bancos donde casi nadie se sienta. Su linealidad, fruto del plano, se interrumpe en seguida en la calle que continúa, hija ya de la urbanización asilvestrada de la zona. A esta plaza se llega, como sugiere en un poema Luis Felipe Vivanco, «Por las calles prosaicas de las afueras… con el alma descalza».

         La plaza de los Jardines de Alfabia tuvo, en la época en la que el barrio de Porta crecía de manera desordenada y desatendida, un breve protagonismo que, por edad, no alcancé a conocer. Fue la boite Coconut (1969-1973). Una discoteca abierta al aire moderno de los tiempos, donde actuaron en directo Los Diablos, Fórmula V, Lone Star, Nino Bravo y Tony Ronald, que acabó su concierto con la camisa hecha jirones repartida entre las vocingleras fans. Recuerdo que en mi adolescencia huía de estos grupos y cantantes, pero hoy, algunas décadas después, recuerdo perfectamente letras y melodías de aquellas canciones que detestaba. De los olvidos de esta plaza se sale con el alma descalzada.

16, miércoles. Junio. Balada de la ventana

En Lisboa existe una calle llamada Rua das Janelas Verdes, que incluso exhibe prestigio literario, con la que soñé en los años de mi juventud. También en español ofrece un sugerente eneasílabo: «Calle de las Ventanas Verdes». No está céntrica, así que pasaron unos meses de mi vida lisboeta en los que conocí calles, y nombres de calles, pero me olvidé de la única con la que había viajado idealizada.

Un día en el que no tenía nada que hacer, un domingo por la mañana, me encaminé hacia mi calle anhelada. La recorrí desde un principio que no tenía hasta un final que tampoco. El inicio lo señalaba el mero cambio de otro nombre de calle para el mismo trazado, que en cierto punto continuaba, pero ya con otro nombre. La Rua das Janelas Verdes no era más que un trozo de una calle muy larga, sin otra personalidad urbanística que la de heredar un antiguo camino entre poblaciones. Angosta, con el paso incesante de coches y autobuses en ambas direcciones, una acera rácana, incómoda y ruidosa. Obviamente, no tenía ventanas verdes, entre otras cosas porque en su estrechez era difícil contemplar las ventanas con cierta perspectiva. No sé si lo continuará siendo, pero aquel día de 1983 pensé que había conocido la calle más inocua de Lisboa.

Aunque aquella experiencia había afectado a su idealización previa, con el tiempo me di cuenta de que el nombre de la calle permanecía indeleble en mis evocaciones. Tal vez porque la calle en realidad no nombra las ventanas de esa vía en concreto, sino todas. Las ventanas son verdes, pero no porque las hayan pintado así, como pensé en su momento que ocurría. El verde es el que entra en salas y habitaciones a través de las ventanas. El color del aire, de las arboledas urbanas y de los paisajes campestres, pero también de cuanto no está enmarcado, aunque aparezca en la mirada de quien se asoma a la ventana: el prado donde se sueña abrazado por la persona que ama. Incluso si la persona a la que ama, a su lado, mira a través de la misma ventana idéntico prado.

11, viernes. Junio. Plaza de San Vicente

Para reconstruir recuerdos infantiles, hoy entro en la plaza no por donde solía hacerlo, sino a espaldas de San Vicente, cuyo pedestal está erguido sobre una fuente, en el centro de un elegante cuadrado de recogidas, casi íntimas dimensiones. Insertas hay dos orlas cuadradas, la de plátanos frondosos y altos —uno de ellos supera los diez metros—, y la interior de fresnos menudos y delicados. En verano esta combinación construye con sus sombras combinadas la nave principal de un templo de aire y umbría. En los bancos, alrededor, veo orar dispersos algunos jóvenes solitarios con el cable del auricular prendido a la oreja. Dos mujeres parecen confesarse vidas inefables. «Tal vez nos salga al encuentro una plaza, una tregua, un cielo humano de hojas, humo, voces», es lo que esperaba hallar al regresar aquí, acordándome de un verso de Blanca Varela. Los trazos y murmullos que pueblan su silencio son los que el tiempo ha olvidado.

La forma de la estatua, por la espalda, dibuja un rombo con un círculo enigmáticos. De frente, el alba sacerdotal y el brazo dulcemente colocado contra el pecho sosiegan la imagen. De niño me inquietaba el objeto redondo que sobresalía a los pies del santo. Es un bulto que rebasa la linealidad del monumento. Como un grano hiperbólico. Una década después de haber visto casi a diario este San Vicente, conocí otro, en Lisboa. Allí los símbolos son más explícitos: dos cuervos sobre una carabela. Por hacer algo en mitad la plaza, busco en el móvil alguna pista. Y la encuentro. Tras el triste martirio en una cruz en aspa de Vicente, cristiano hispanorromano del siglo IV, alguna leyenda cuenta que fue lanzado al río Turia con una piedra de molino atada al cuello. Aun así, sus restos milagrosamente salieron a flote y de allí fueron trasladados en barco a Lisboa, custodiados por dos cuervos, uno en proa y otro en popa. Con Blanca Varela, que parece empeñada en acompañarme esta mañana de evocaciones, me digo: Ah, «Un astro estalla en una pequeña plaza y un pájaro pierde los ojos y cae».

Los dos párrafos que llevo escritos en esta página los he visto aparecer en la pantalla del ordenador, impulsados por mis diez dedos que conocen, sin que yo lo sepa, la ubicación correcta de cada uno de los caracteres que forman este texto. Que es un conocimiento raro entre los varones de mi generación lo supe nada más llegar al cuartel donde iba a transcurrir mi servicio militar. Me apunté a una prueba de mecanografía. Antes de que el capitán acabara cada una de las frases del dictado, ya había dejado yo de teclear. Miraba entonces a mi alrededor y veía a los participantes, una sala llena de jóvenes pelados, pinchar con dos dedos a la captura de lo oído letra a letra. Esta virtud que me permite escribir casi al ritmo del pensamiento se la debo a esta plaza. Un día de inicios del verano entré en su penumbra boscosa, temprano, de la mano de mi madre. En un edificio frío y vulgar había entonces una academia —ahora hay una guardería infantil, y en tiempos fue un Instituto donde dio clases de joven el político Francisco Cambó, que llegaría a ministro de la Monarquía y a diputado de la República—. Aún recuerdo el zaguán oscuro donde entré de la mano de mi madre, que lo dejó allí mismo todo atado: Que venga el niño mañana a las nueve. Tenía doce años y llegaba cada día, solo, a esa hora. En la entrada del edificio —contraventanas cerradas, se colaba un ápice de luz por la puerta principal—, habían colocado una mesa, una silla y una máquina de escribir, como decorado de una obra de teatro expresionista. A las nueve en punto aparecía un señor que me entregaba sin abrir la boca unas hojas de ejercicios que tenía que realizar, a máquina, yo solo, único alumno. Desaparecía. A las doce en punto reaparecía, me retiraba las hojas y me mandaba a casa. Aquellos ejercicios que realizaba eran series, una tras otra. Hoy casi podría llamarlo «poemas concretos». Creo que en aquélla lúgubre academia —«Todo cabe en dos ojos deslumbrados, todo el color en un violento despertar en una plaza, a solas»— aprendí mecanografía en soledad, y también el arte de conseguir expresarme a través del obsesivo desarrollo de seriaciones. Como la de estas plazas, por ejemplo. 


6, domingo. Junio. Maneras de ser lector

Visito, como tantos domingos, el mercado dominical de libros viejos de San Antonio. Lo hago temprano, de modo que no tropiece con otros husmeadores de tesoros. Ya he sido asiduo visitante del mercado en otra época (o quizá en otra vida). En los ochenta pasaba la mañana entera en el puesto que cuidaba el novelista Antonio Rabinad, de quien aprendí la suerte de torear clientes para que dejaran de dudar ante el precio de un libro que les apetecía. Casi siempre sé valorar lo que descubro, aunque aprenderlo me costó pérdidas que recuerdo más que las adquisiciones. Como el Quijote de Calleja, en octavo, por solo mil pesetas frente al que dudé un instante y antes de que el libro, que estaba en mis manos, volviera a su lugar mientras me decidía, otra mano lo retiró al instante, pagó encantado, y se lo llevó.

         Hoy he visto, nada más llegar, una preciosa edición del Poema del Mio Cid, de 1961, encuadernado en tapa dura, con la reproducción facsímil del manuscrito y su transcripción. Durante años hubiera pagado cualquier precio por este libro. Pero ahora paso las reproducciones del original y las recuerdo casi de memoria: tantas veces como las he consultado en Internet. De repente descubro al lector que ya no soy, que la época me ha arrebatado. Así que dejo el volumen admirable entre los que aguardan quien los lea. Un poco más adelante veo un libro de 600 páginas con un título que atrae El arte de falsificar el arte. Publicado en 1960, como yo. Acudo al índice: el arte de la falsificación y sus límites, grandes falsificadores, «Treinta Van Gogh en busca de su autor».... Una tentación, pero lo devuelvo a su sitio, podría haber sido un buen lector de este libro, pero ya no lo soy. Estas informaciones curiosas ya se encuentran, de hecho, lejos de mis —cada día menos— curiosidades. Me he obsesionado tanto por descubrir los lectores que ya no soy, que ante un libro reciente (a mitad de precio) no he sabido qué hacer. Un volumen sobre cine (ya no tengo tiempo ni memoria para convertirme en lector cinéfilo), pero escrito en forma de diario. Lo ojeo y, en efecto, me parece fiel a la deambulación del género.  Y sí soy, ahora, lector de diarios, sobre todo si se escriben con tema, es decir, como exilio de las convenciones de otros géneros. Pero la duda me detiene. Sigo por los puestos sin encontrar nada, hasta que me doy cuenta de que no veré nada interesante porque ya lo he visto. Acabada la ronda del mercado librero, me doy la vuelta y regreso al dietario cinéfilo.  Me esperaba. Descubro que me alegra descubrir el lector que aún no sabía que era.



2, miércoles. Junio. Plaza de las Beatas

El mejor plano que conozco de esta plaza es el nadir. Uno levanta la vista y las fachadas de los edificios encuadran el cielo, nuboso o despejado, en un trapecio que cabe entero en la mirada. O, también, en el objetivo de la cámara bocarriba. Todo lo que hay en la plaza se puede contar con los dedos de una mano: una palmera, dos portales, dos bocacalles y cuatro edificios (dos frontales, uno lateral y unas traseras). Se la encuentra el viandante en el trazado medieval de la ciudad, y más que una plaza parece una chicane entre dos calles rectas, una que llega por el sudeste y otra que continúa por el noroeste. Los honores de plaza —y no plazuela, como lo son las de su breve dimensión— se los debe a la Casa de los Entremeses, que continúa más allá encajada por la estrechura de la calle de las Beatas, una casa noble de cuatro plantas dieciochescas.

         El nombre de las plazas con el tiempo se desvirtúa y se convierte en literatura. No puede uno pasar por su escasez de realidad sin imaginar en el vacío un coro de mujeres con velo negro y manos orantes. Es lo que a mí se me ocurre, pero otros prefieren actualizarlo: la forma catalana del nombre, «Beates», solo necesita una ele en medio para cambiar el paradigma de la imaginación: «Beatles». El nombre original deriva de la Orden Tercera de las religiosas dominicas, fundada por Sor Juana Morell en Barcelona, en 1522.  Beatas era el apelativo que las distinguía de las religiosas de la Orden Segunda, y su convento estuvo ubicado en esta plaza, en las inmediaciones del gran monasterio dominico de Santa Catalina, derribado en el siglo XIX y convertido en un mercado que hoy luce una reforma espléndida, con una cubierta espectacular, obra del añorado arquitecto Enric Miralles y de Benedetta Tagliabue.

         Entre las pocas cosas que hay, no existe ningún banco ni asiento público, pero el último día que atravesé la plaza y estuve fotografiándola, bajo las ventanas del Círculo Artístico de Sant Lluc, que solo ofrece su fábrica lateral, dos balcones y tres ventanas, algún vagabundo había colocado un sofá de salón, de color verde intenso con algunas sombras de tizne, junto al que guardaba, entre cartones y plásticos, otras míseras pertenencias. Con ser un objeto poco apetecible para el descanso, allí, junto a los pilones de la basura, recreaba un hogar inexistente. O mejor, su simulacro, una imagen que provocaba en el paseante ocioso una cierta compasión, casi un reflejo, por la pobreza del mendigo y también de la historia de la propia plaza, que —como anota Franz Kafka en su Diario del año 1911— «es en realidad la compasión por el triste destino de tantas aspiraciones nobles y sobre todo de las nuestras».