26 de noviembre, sábado. Morandi, pintor


Veo una exposición de Giorgio Morandi. El valor de su pintura es la verdad. Lo contrario de la verdad no es, en el arte, una mentira, sino una decoración. En un documental que pasan en la sala, un historiador del arte cuenta una hermosa anécdota. Sus hermanas, que se ocupaban de los aspectos prácticos de su vida, al ver que los cuadros se vendían bien, decidieron comprar un terreno para construir una casa en un pueblo cerca de Bolonia. El arquitecto, al enterarse de que era para el pintor, hizo un diseño para una casa sofisticada y enorme.  Cuando le llevó los planos a Morandi, este, tras verlos, buscó una hoja en blanco y le dijo: «No, lo que tiene que hacer es esto». Dibujó un cuadrado, puso la puerta en el centro, dos ventanas a los lados, un balcón arriba, en medio, y otras dos ventanas, y luego pintó un triángulo en la parte superior como techo. Es decir, la casa que dibujaría un niño. Y eso es exactamente lo que se construyó. Una casa como cualquier otra en las inmediaciones. Porque lo contrario de lo verdadero, en arquitectura, es la pretenciosidad y la arrogancia. 

[Libro V, Epigrama XXVI]

CARTAS AL s XX | 27 de marzo de 1960, domingo


El día 27 de marzo de 1960, domingo, fui bautizado en la Parroquia de San Andrés del Palomar. Lo certifica con su firma el padre Julián, «cura-ecónomo», cinco años después del acontecimiento, en una hoja tamaño libreta pequeña impresa en tipografía y con los datos escritos a bolígrafo en los huecos. Lo acabo de encontrar entre los papeles de mi madre.

         De aquel domingo, el segundo que disfrutaba por haber nacido en sábado, conservo algunas imágenes. Hay una que me gusta especialmente. El fotógrafo la capturó en la puerta de la iglesia y yo estoy en los brazos de mi abuela Albina, mientras a su lado mi abuelo Cirilo está mirando hacia un fuera de campo donde nadie mira, sin duda en busca de algún lugar solitario donde poder ir a liar un pitillo tras la ceremonia.

         Yo soy, en aquel momento, un bebé, pero se me ve contento ese 27 de marzo. Con ganas de empezar a crecer. Aunque también, si me fijo un poco más en la escena, con un poso de miedo en la mirada. No creo que sea por desconfianza en mi abuela, a la que siempre he admirado, ni al futuro, término aún muy lejano para mis perspectivas del día. Tal vez fuera por temor a resfriarme. Marzo es traicionero. Eso sí que es muy mío.

         El papelito firmado por don Julián y las capturas en blanco y negro de fotógrafo de barrio son los únicos vestigios del tiempo. Lo poco con lo que cuento para conocer el pasado. Sé que estuve ahí, en la iglesia, aquel domingo, pero solo puedo afirmar algo a partir de un documento y de unas fotos. No se trata de que fuera un bebé, creo que es algo que ha permanecido durante las décadas. Solo sé algo de mi persona por los espejos. Lo que averigüe lo habré descubierto lejos de mí y nunca podré tener la certeza de que sea real o una simple impresión apócrifa. 

17 de noviembre, jueves. De policías y ladrones


Una noticia que oigo en la radio me llama la atención. Un policía que trataba de detener a un ladrón que quería despojar de un reloj a un turista fue apaleado por este y sus amigos al creer que era quien les estaba robando. El ladrón aprovechó la coyuntura para patalear también al policía. El caso presenta algunos aspectos interesantes. Solo pudo ocurrir porque durante el acontecimiento hubo una confusión de papeles entre policía y ladrón en la percepción de los turistas. De modo que el ladrón era alguien que ofrecía confianza, y por eso le dejaron propinar patadas al policía, mientras este les pareció obviamente un ladrón. El intercambio de identidades, a poco que se piense, resulta obvio. El ladrón, para robar, debe poseer una imagen agradable cuando se acerque demasiado; el policía, para despistar a los delincuentes, ha de ataviarse según el modelo barriobajero al uso. Sin este cruce de aspectos no es posible comprender la confusión, que también yo experimenté una tarde al presenciar una detención en el Raval. Si me hubieran dejado elegir, no lo hubiera dudado, me hubiese ido a tomar algo con el ladrón, un tipo guapo y bien vestido. La pinta del policía era de cambiar acera en la calle. De lo que se deriva que las categorías con las que percibimos la realidad, tanto las empíricas como las conceptuales, están completamente erradas. Y solo sirven para hablar sin decir nada. 

[Libro V, Epigrama XXV]

12 de noviembre, sábado. Cercanías


Solo repara en su presencia cuando le choca ver, al atravesar con la vista los espacios, el banco vacío. Regresa a su población cada jornada en el mismo horario, aunque nunca parezca la misma estación por el revuelo que concentra, sobre todo en épocas de invasión turística. El invierno es un poco más cauto. A Angélica le da igual el ambiente. Llega con el tiempo justo, sube con gestos ágiles, busca asiento y se sumerge en un libro, una revisa, cualquier cosa capaz de borrar los cuarenta minutos de ferrocarril de cercanías. Sitúa un pie en el primer peldaño, pero ya no consigue despegar el segundo del andén sin darse la vuelta y cerciorarse de que, en efecto, no hay ninguna persona sentada en el banco. Acaba por subir, con movimientos casi detenidos, y de nada le sirve haber entrado la primera, porque los pasajeros que siguen la adelantan y ocupan los escasos lugares libres. Cuando se planta en mitad del vagón y mira hacia el final, vuelve a ver en los asientos ocupados la ausencia en el banco.

         Es un hombre que parece mayor que ella, aunque seguramente no tenga muchos años más. Sin ningún atractivo. Ropas vulgares. A la hora de su tren, permanece sentado, preferiblemente en el extremo derecho de quien mira, o en el opuesto, si ha sido ya ocupado. No le dice nada el rostro, ni la expresión, ni la actitud de aquel tipo. No sabe si simplemente espera el paso de un tren de otra línea, si aguarda a alguien o distrae el aburrimiento de los días. No sabría ni siquiera describirlo de la desatención con que lo ve al pasar, incluso cuando espera el tren si circula con retraso. En ningún momento, ni antes ni después del instante en el que lo ve sentado, abúlico en mitad del gentío, se le hubiera ocurrido darse la vuelta para volver a mirar. Ni siquiera pensar en él. Salvo la tarde en la que no está en el lugar acostumbrado.

         Le molesta viajar de pie, en mitad de otros pasajeros con el brazo alzado hasta la barra de sujeción superior. Se siente incómoda, pero su incomodidad es mayor aún en el pensamiento. Desconoce la razón por la que ahí la desazona el hecho de no ver al desconocido en el momento de su regreso, cansada de las horas de trabajo, anhelando ya quitarse la ropa y lanzarse en tromba sobre el sofá. Lo oyó contar a sus padres cuando era niña. Ya ni se acuerda. Historias de mayores. No les ha dado nunca la menor importancia. Su padre, oía repetir a veces con más épica que realidad, había venido a buscar trabajo a la ciudad solo, a la contra de la familia y de la novia que dejó plantada en el pueblo. Al principio parece ser que se escribían, se llamaban por teléfono algún domingo. Qué tristeza acumulan estas viejas historias, piensa, como el polvo en los desvanes. Le provocan estornudos.

         A los dos años, su padre había cambiado tantas veces de pensión, es decir, de dirección para las cartas, que al llegar eran enviadas al cubo de basura, y de número de teléfono, «no señorita ya no se aloja aquí y se fue sin dejar señas». Su madre, entonces una muchacha que no se debía de parecer en nada a ella, decidió ir sola en busca del antiguo novio. Sin ninguna dirección, ningún teléfono. Iba a ir yo, que le den, por largarse, piensa mientras sujeta con fuerza la barra durante los vaivenes del trayecto. Uno, que había oído voces, le dijo algo a alguien, y este a otro y el otro a mi familia paterna. Al conocer la noticia del viaje de su antigua novia, mi padre —nunca había vuelto a pensar en este caso, dios mío, qué cursilada— iba cada tarde desde el taller, cuando cerraban, directo a la estación para llegar a tiempo del tren que venía del oeste. Una tarde, otra, que no hubiera llegado aún no impedía que regresara la tarde siguiente. La antigua novia había dicho que venía. Dos meses después de tomar la decisión, se subió por fin a un vagón de tercera. «Angelines», escuchó que alguien la llamaba desde el fondo del alboroto ocasionado por la llegada en aquella estación descomunalmente grande. Un año y medio después nacería quien esta tarde, que parece igual a cualquier tarde de la semana, se hace una pregunta que, en contra de sus hábitos, no consigue responder: «Si aquel lejano día hubiera sido hoy, ¿cómo me las habría apañado para nacer?». 

[Cuaderno de ficciones, página 4]