15 de mayo, miércoles. Contar edades


En tiempos de Horacio el sistema numérico que se usó en Mesopotamia ya solo formaba parte del imaginario que hoy se denominaría astrológico. En la más célebre de sus odas, la XI, le aconseja a la influenciable Leuconoe que si quiere saber algo del destino no recurra «a los números babilonios». Es el punto de decadencia más bajo de este procedimiento para contar que, sin embargo, nos ha dejado una herencia que usamos cada segundo, el sistema horario, y otros que nos resultan útiles cuando vamos al supermercado y compramos una docena de huevos. Medida de uso insustituible por la común para todo lo demás que sería la decena: ¿cómo envasar media decena de huevos? El sistema sexagesimal fue creado en Sumeria al tiempo que arrancaba esta costumbre que continúa siendo insustituible, incluso ahora mismo para mí, que es la escritura. Las civilizaciones posteriores, menos abstractas —preferían contar con los dedos, que son diez—, acabaron por imponer el sistema decimal que seguimos aprendiendo en la escuela. 

Nadie le va a quitar méritos ahora al sistema decimal, aunque eso no quiera decir que no haya zonas que nunca ha conseguido iluminar; por ejemplo, las edades del ser humano. No hay nada tan inconcreto como las décadas para pensarlas. A una década que se empieza con once años y se concluye con veinte no hay manera de encontrarle un sentido racional. Hay que recurrir a la partición asimétrica, donde nadie ya se pone de acuerdo si algo empieza a los quince o a los diecisiete y acaba a los veintiuno o a los veintiséis. El sistema numérico fue inventado para ordenar el desorden de cuanto acontece, si el decimal no sirve, tal vez otro pueda sustituirlo.

En el caso de las edades de mujeres y hombres tal vez deberíamos resucitar el sistema sexagesimal, porque ordena nuestra vida de un modo preciso y diáfano. La primera época sería la infancia, entre los años 1 y 12, con dos etapas muy marcadas, entre 1 y 6, la infancia dependiente, entre 7 y 12, la progresiva independencia dentro de la familia. La segunda surge diáfana, de 13 a 24, la apertura al mundo. También con dos pasos, de 13 a 18, la apertura al yo y al aprendizaje generalista; de 19 a 24, la apertura hacia las habilidades y el aprendizaje específico. La tercera época de la vida, entre los 25 y los 36, señala el período de desarrollo personal y profesional. Su segmentación en bloques de seis años —25-30, 31-36— resultan significativos en los pasos de ese desarrollo. El cuarto tramo vital señala el arco de la madurez personal y social, de los 37 a los 48, también con un claro desdoblamiento en dos mitades. El quinto es el período de la maestría, entre los 49 y los 60. Es importante subrayar el nombre de este período porque se da la circunstancia de que la mayor parte de las empresas intenta deshacerse de sus empleados cuando lo alcanzan, lo que es una clarísima señal, por el costado adverso, de las capacidades alcanzadas en esta edad por los humanos, exactamente aquellas de las que la organización social del presente desea prescindir.

El sexto período, de los 60 a los 72, es la frontera del desarrollo humano, primero como estancamiento, entro los 60 y 66 años, después como lenta decadencia física, intelectual o de capacitación, según lo que cada persona haya cultivado menos. La vejez, marcada por la decadencia en todos los aspectos, en especial el físico y el aspecto, señalaría el último tramo biográfico, ente los 73 y los 84. Algunas personas arrancan a la vida un postrer período babilonio, cuya longevidad acentúa la decadencia ya irremediable, por más que otros sueñen con alargarla una docena de años más, pasados los 96, con prestaciones de quinto período. Pero los sueños son lo único gratuito que brinda la sociedad comercial del presente.

La vida contada con números babilonios cuadra perfectamente no solo con el desarrollo genérico humano, sino también con las expectativas que cada persona tiene del momento en el que vive. De hecho, es una manera de contar el tiempo biográfico coherente con la forma en la que lo contamos a diario, en minutos, segundos y horas en bloques sexagesimales. Al romper la absurda dinámica de las décadas, a la que es tan difícil amoldar una idea coherente del paso de las edades, mujeres y hombres consiguen entenderse mejor, lo que ellos esperan de sí mismos en cada momento y en el futuro que les aguarda, y lo que la sociedad valora de su desarrollo colectivo. Qué duda cabe que una de las razones básicas de la felicidad es la comprensión del sentido que cada biografía traza en el rinconcito de tiempo tan concreto que habita, algo que el disparate de contar la vida por décadas no consigue ofrecer nunca. 

7 de mayo, martes. El narrador


No hay nada que explicar, le dije. Soy solo el narrador, ¿qué quiere que le cuente? ¿Le pediría al conductor del tráiler que transporta los vehículos desde la fábrica las características y prestaciones de cada modelo? ¿Verdad que no? Pues eso. No tengo más historia que las historias que cuento. Y ya están contadas. Tampoco sé más que lo que narro, porque si conociera más detalles, claro, ya los habría incluido en la narración. Los narradores no escondemos nada. Trabajamos en mangas de camisa. No sé a qué viene este interés por mi persona. Solo tengo categoría de operario. Transmito, no invento. Déjeme un poquito en paz.

         Claro que no me ofendo. Lo entiendo. Comprendo ese interés por mí. El narrador mejora cuando desaparece detrás de los personajes, como el titiritero que maneja con destreza los hilos que mueven los labios de los muñecos cuando hablan. Es una destreza, lo reconozco. Pero solo de carácter técnico. Como el albañil que sabe elevar un muro de ladrillo o el electricista que no se hace un lío ante el laberinto de cables que lo ha de atravesar. Eso soy yo. ¿Y a cuántos albañiles o electricistas ha investigado? Ve por qué me enerva que quiera saber algo más sobre mi condición. Soy transparente, como casi todos. Pregúntele a los corpóreos.

         No, no es cierto que haya vivido las historias que narro. Tal vez alguna, pocas. Casi ninguna. La narración es un depósito donde la gente anónima va echando las historias que le han ocurrido. Una especie de cubo de basura del sufrimiento humano. Como esos contenedores donde se abandona la ropa usada que ya no se necesita. Luego hay quien la recoge, la limpia y la pone a la venta a bajo precio. Y hasta es posible que alguien pueda comprar con encanto una chaqueta que en su día lanzó con desprecio al montón. Este es el secreto de las narraciones, reciclar los desastres sentimentales.

         Bueno, claro, sí, alguna historia ha de ser por fuerza personal. La vida de los narradores no es diferente a la vida de los narrados. Hasta, en ocasiones, uno se deja llevar por la proximidad y le atribuye al personaje palabras y hechos que son suyos. Y cuenta en tercera persona lo que se sabe en primera. Este sería, de hecho, el primer problema para responder a su interés. Es como si a un albañil o a un electricista le pide usted que se dibuje, en lugar de pedírselo al dibujante. De cualquier otro sé contar su vida porque manejo bien la tercera persona. Es la habilidad que me caracteriza. Pero quedaría fatal que empezara a contar mi vida así: «El narrador nació en el cuento equivocado». Carecería de sentido. Y aún peor sería que el narrador utilizara la primera persona. Usurparía, entonces, los atributos del que ha de emplearle. Sería un trabajador que firma en las dos casillas su contrato de trabajo, la del empresario y la del empleado.  

         Como narrador no sé, pero como persona lo entendí todo al revés, si quiere que le desvele algo de mí que sacie su curiosidad. En casa teníamos necesidades, pero me creía todo lo que echaban por la tele y exigía y exigía lujos absurdos que nadie podía pagarme. Me enfadé con todos. Los consideré traidores. Arruiné mi carácter. Mis lazos familiares perecieron por la carcoma de mi odio. Todo  alrededor me abandonó antes de que supiera si prefería abandonarlo. No había, eso lo supe más tarde, otra identidad fuera de la que rechazaba. Me había quedado en los huesos triviales de un mero personaje secundario. Eso lo descubrí pronto. Por eso empecé a contar las historias de los demás. Para convertirlos a todos en nadie, como yo, y se me dio bien. Acabé, sin pretenderlo, en la categoría de narrador. Ah, pero el narrador es quien relata las historias donde triunfan o perecen los protagonistas de otras vidas. Los que han logrado disfrutarlas o padecerlas. Solo me dedico a contarlo, soy el que no supo vivir su propia historia.

[Cuaderno de ficciones, página 17]

2 de mayo, jueves. El globo que se pincha en la feria


Es una preocupación común de la época el debilitamiento de las esferas de privacidad debido a multitud de fenómenos que la resaca de la revolución tecnológica ha dejado abandonados sobre la playa de la convivencia. Resulta especialmente complejo este asunto cuando se relaciona con adolescentes, a los que cuesta convencer de que al campo sí hay que ponerle puertas que preserven de la intemperie. He escrito sobre la dilapidación de la intimidad en diversas entradas de algún diario, que ahora no recuerdo, pero hoy, mientras merendaba plácidamente felicitándome de que con la primavera el sol aún permanezca en las alturas y la extensión del día consiga engañarme, como hacen esos ingenios que estando quietos simulan el movimiento, pero al contrario.

         He escuchado por la radio, que sonaba con la inercia cotidiana, el palmarés de no sé qué premios cinematográficos. El que daban los críticos y el obtenido por votaciones populares. Como había visto todas las películas mencionadas me ha divertido observar cómo votan los críticos, seguramente sin ver las películas o quizá echándose un sueñecillo. Porque sus galardonados son, sin excepción, los nombres (arcaicos nombres ya) más rimbombantes y obvios de la historia reciente del cine, pero con títulos sombríos, exentos de ideas, mal dirigidos... por no decir directamente bodrios. Pero el público, que ya no le debe nada a nadie y solo atiende al carpe diem de la cartelera semanal —aún no lo han aprendido los que saben distinguir un Scorsese—, ha votado sobre todo por directoras nuevas. Que molan más.

         Esta primera observación me ha hecho sonreír, pero no me hubiera sentado a contársela a mi diario si la meditación hubiera acabado en esa nimiedad. El caso es que las películas que el público anónimo ha votado coinciden en algo más que no deberle nada a nadie. Todas desarrollan temas sociológicos. Aunque reconozco que están perfectamente encarnados en el dibujo de los personajes, el núcleo central de las películas premiadas por el público es un problema de actualidad y debate social. Eso me ha llamado la atención. El cine que uno disfruta, en general, es aquel con el que —al margen de las exigencias formales y la pericia de los actores— el espectador se identifica desde su esfera más personal. Es lo que pensaba. Pero veo que cada vez se hacen más películas no con los problemas concretos de un personaje, que encarna esta esfera íntima, sino con cuestiones sociológicas y de actualidad expresadas alegóricamente en los protagonistas. Y estas películas son las que más han gustado al público que ha votado en el certamen.

         Que lo sociológico se confunda con lo personal tal vez sea, no sé si estoy exagerando, un efecto de la crisis de identidad que padece el universo privado de repente vertido sin piedad al exterior. Desde el momento en el que lo privado se convierte en público, de modo automático adquiere una dimensión sociológica. Es decir, pierde sus valores de identidad para convertirse en una cuestión social. Este es el estadio que observamos a diario en la ruleta (no sé si de carrusel o rusa) de las redes sociales. Las consecuencias muestran ya un efecto perverso que se advierte por todas partes —el cine es un indicador privilegiado, puesto que vive de la taquilla—, y es la contaminación sociológica de lo artístico. La fórmula es sencilla: si las esferas personales se transforman en colectivas; lo social acaba por monopolizar los emblemas de lo personal. Que es, me temo, el punto en el que estamos. Aquel en el que a lo esencialmente subjetivo se le pide, para legitimarlo, un carácter objetivo. La literatura padece esta enfermedad desde hace un tiempo: la ficción ya solo resulta atractiva enmascarada de relato de veracidad. La novela que se prefiere es antes un reportaje que un fruto de la imaginación. Épocas. O, dicho de otra manera, razones para la añoranza.