Es una preocupación común de la
época el debilitamiento de las esferas de privacidad debido a multitud de
fenómenos que la resaca de la revolución tecnológica ha dejado abandonados
sobre la playa de la convivencia. Resulta especialmente complejo este asunto
cuando se relaciona con adolescentes, a los que cuesta convencer de que al
campo sí hay que ponerle puertas que preserven de la intemperie. He escrito
sobre la dilapidación de la intimidad en diversas entradas de algún diario, que
ahora no recuerdo, pero hoy, mientras merendaba plácidamente felicitándome de
que con la primavera el sol aún permanezca en las alturas
y la extensión del día consiga engañarme, como hacen esos ingenios que estando
quietos simulan el movimiento, pero al contrario.
He
escuchado por la radio, que sonaba con la inercia cotidiana, el palmarés de no
sé qué premios cinematográficos. El que daban los críticos y el obtenido por
votaciones populares. Como había visto todas las películas mencionadas me ha
divertido observar cómo votan los críticos, seguramente sin ver las películas o
quizá echándose un sueñecillo. Porque sus galardonados son, sin excepción, los
nombres (arcaicos nombres ya) más rimbombantes y obvios de la historia reciente
del cine, pero con títulos sombríos, exentos de ideas, mal dirigidos... por no
decir directamente bodrios. Pero el
público, que ya no le debe nada a nadie y solo atiende al carpe diem de la cartelera semanal —aún no lo han aprendido los que
saben distinguir un Scorsese—, ha votado sobre todo por directoras nuevas. Que
molan más.
Esta
primera observación me ha hecho sonreír, pero no me hubiera sentado a
contársela a mi diario si la meditación hubiera acabado en esa nimiedad. El
caso es que las películas que el público anónimo ha votado coinciden en algo
más que no deberle nada a nadie. Todas desarrollan temas sociológicos. Aunque
reconozco que están perfectamente encarnados en el dibujo de los personajes, el
núcleo central de las películas premiadas por el público es un problema de
actualidad y debate social. Eso me ha llamado la atención. El cine que uno disfruta,
en general, es aquel con el que —al margen de las exigencias formales y la
pericia de los actores— el espectador se identifica desde su esfera más
personal. Es lo que pensaba. Pero veo que cada vez se hacen más películas no
con los problemas concretos de un personaje, que encarna esta esfera íntima,
sino con cuestiones sociológicas y de actualidad expresadas alegóricamente en
los protagonistas. Y estas películas son las que más han gustado al público que
ha votado en el certamen.
Que
lo sociológico se confunda con lo personal tal vez sea, no sé si estoy
exagerando, un efecto de la crisis de identidad que padece el universo privado
de repente vertido sin piedad al exterior. Desde el momento en el que lo
privado se convierte en público, de modo automático adquiere una dimensión sociológica. Es decir, pierde sus
valores de identidad para convertirse en una cuestión social. Este es el
estadio que observamos a diario en la ruleta (no sé si de carrusel o rusa) de
las redes sociales. Las consecuencias muestran ya un efecto perverso que se advierte por todas
partes —el cine es un indicador privilegiado, puesto que vive de la taquilla—,
y es la contaminación sociológica de lo artístico. La fórmula es sencilla: si
las esferas personales se transforman en colectivas; lo social acaba por
monopolizar los emblemas de lo personal. Que es, me temo, el punto en el que
estamos. Aquel en el que a lo esencialmente subjetivo se le pide, para
legitimarlo, un carácter objetivo. La literatura padece esta enfermedad desde
hace un tiempo: la ficción ya solo resulta atractiva enmascarada de relato de veracidad. La novela que se prefiere es antes un
reportaje que un fruto de la imaginación. Épocas. O, dicho de otra manera,
razones para la añoranza.