28 de abril, jueves. Puntos de vista.


En cierta ocasión entró en la clase un periodista. Era un amigo que quería escribir un artículo sobre la secundaria, en uno de aquellos breves momentos en los que la educación captaba las miradas públicas. Concertamos que entrara en el aula sin decir nada, se sentara en un asiento vacío y yo iniciara la clase normalmente. Transcurrida media hora, le presentaría e iniciaríamos un pequeño debate con las preguntas que les hiciera a muchachas y muchachos. Al entrar, cuando le señalé el lugar vacío donde podía sentarse, su compañero de pupitre se lo quedó mirando y le preguntó: «Oye, ¿tú cuántas veces has suspendido curso?». Me encantó la anécdota, cuando mi amigo me la contó al final de la clase, porque es un precioso ejemplo de lo que ocurre constantemente sin que nadie se dé cuenta: de que la perspectiva sea la explicación. Para un alumno, quienes están sentados frente al profesor son alumnos, y a partir de ese principio se organiza el conocimiento.

[Libro V, Epigrama XI]

20 de abril, miércoles. Plaza de Can Basté


Tal vez sea una de las plazas más recientes de la ciudad —inaugurada el 18 de enero de 2020—, aunque ocupa uno de sus rincones más antiguos. Le da nombre una masía del siglo XVIII, y acoge tanto su fábrica señorial y segura de sí misma, hoy modélicamente restaurada, como una tímida capilla, Santa Eulalia de Vilapiscina, de la misma época, aunque construida sobre restos de una casa romana. La nueva plaza articula ambos espacios, el más amplio de la obra civil, el más íntimo y casi rural —una breve cuesta flanqueada por cipreses— de la construcción religiosa. Un puente une ambos edificios, desde la planta noble de la gran masía hasta el balcón posterior de la iglesuela. Una metáfora sobre la función social de lo espiritual petrificada y revestida de inocentes esgrafiados.

         Es posible que pasara muchas veces, de joven, por delante, pero me veo obligado a fiar mi memoria a las fotografías de la época. A mis veinte años, la masía era un edificio triste y deslucido. El tiempo había convertido la antigua decoración en manchas y desconchados, y los regios ventanales padecían contraventanas de bloque suburbial de pisos. La anchura que hoy ocupa la plaza era entonces, claro, un descampado que los vecinos aprovechaban para aparcar, y entre turismos y furgonetas, un feriante había engastado un tiovivo y otro una churrería. El rojo chillón con el que estaban pintados era lo que le daba carácter al lugar. Si pasé de niño por la zona, seguro que estiré del brazo a mi madre para que me permitiera subir al camión de bomberos, mi circulante favorito en el carrusel.

         La masía de Can Basté es ahora un centro cívico municipal. Tiene dos salas de exposición, una ocupa la espaciosa nave del subsuelo y la otra, la buhardilla. Ambas se dedican a la fotografía. Hay también un laboratorio y un aula donde se imparten cursillos. De vez en cuando me paso por Can Basté para ver las exposiciones, voy en metro, me bajo en Virrey Amat, y regreso caminando por la calle Amílcar. Hace unos días recuerdo haber subrayado en un ensayo sobre fotografía de Enrique Lista una frase que quiero mencionar ahora sobre «la capacidad de la fotografía… como un cauce para la circulación de significados», es decir, «una excusa argumental para el relato». Sin las fotografías antiguas de Can Basté no podría haber recordado lo que no me detuve a mirar por parecerme entonces obvio, como todo lo cotidiano. Pero también, en las fotografías que veo expuestas en ambas salas, me detengo a construir el relato de una mirada que no ha sido la mía, en absoluto, hasta que mis ojos no encuadran su encuadre. Can Basté, el descampado que se transforma en plaza: un cauce hacia los significados de la ciudad actual, aunque no consigo dejar de preguntarme qué se habrá perdido en la época las restauraciones del relato del deterioro, las ferias y la desmemoria.

13 de abril, miércoles. Meditaciones sobre el reloj de fichar


He de empezar hoy la segunda parte del ensayo que me he propuesto escribir. Ayer surgió un imprevisto que me alejó de la mesa, del teclado y del ordenador donde tenía previsto comenzarla. Escribí algunas notas a mano, en un cuaderno de bolsillo, y ahora las pasaré a limpio. Decidir el día en el que he de iniciar un proyecto me proporciona el espejismo de un horario y de un calendario. No tengo nostalgia por no necesitar cumplirlos en esta época, alejado de las aulas. Pero sí añoro la sensación de haber acabado el tramo laboral del día, o del trimestre, o, qué sé yo, de cualquiera de los múltiples plazos que un trabajo despliega constantemente. Tengo nostalgia del final de la jornada, de la llegada del fin de semana. De anhelar las vacaciones para hacer lo que ahora hago a diario. Por eso empiezo a escribir hoy mi ensayo con ánimo funcionarial: para ganarme luego su asueto. 

[Libro V, Epigrama X]

8 de abril, viernes. El fotógrafo delante de la cámara: Lee Friedlander


1

Resulta común empezar el retrato del fotógrafo norteamericano Lee Friedlander (1934) mencionando la abrumadora dimensión de su obra: la treintena de gruesos volúmenes publicados, las múltiples exposiciones y los miles de imágenes que ha legado desde que empezara a ganarse la vida con una cámara a los catorce años.  La idea que suscita, sin embargo, no es, en absoluto, la de un fotógrafo hiperactivo. La colección completa de sus placas se debe de parecer mucho a la memoria de cualquier persona inquieta por cuanto le rodea. La única diferencia es que los recuerdos de Friedlander se pueden consultar impresos en blanco y negro: «Tiendo a fotografiar —dijo— las cosas que se encuentran frente a mi cámara». Es decir, lo que cualquier persona sencillamente ve, en el acto espontáneo y casual de la mirada. Aunque no es tan sencillo como eso —cualquiera de sus piezas, que parecen casuales, oculta una composición formal de gran complejidad—, la impresión que recibe el visitante de una exposición de Friedlander es que las fotos que ve han mirado el mundo por él.

         Se observa, sin demasiado esfuerzo, la ascendencia que tuvo en su trabajo Saul Leiter, once años mayor, aunque en el mismo proceso saltan a la vista las diferencias. Los mismos juegos de reflejos y de distanciamientos que en Leiter se acendran en imágenes intensamente poéticas, en Friedlander muestran una imaginación decididamente narrativa, que va desde la ironía hasta la crónica, y desde el apunte descriptivo hasta la explosión emocional. Como la obra de un novelista que hubiera partido de la influencia del poeta más puro.

         Tampoco resulta excesiva para el visitante de imágenes el excesivo número de las disparadas por Friedlander por otra razón. Su obsesión por trabajar formando series evita el efecto caótico de la abundancia. Su obra está perfectamente ordenada gracias a sus motivos recurrentes y a la generosidad de planteamientos al tratarlos. Las series que ha desarrollado en el curso de las décadas también son abundantes, desaparecen y resurgen con el paso de las décadas, y entre todas quiero destacar una que, en este momento, despierta especialmente mi curiosidad. Es frecuente que los fotógrafos deslicen, de vez en cuando, un autorretrato. Suelen ser obras maestras por lo alambicado de su composición, donde el objetivo de la cámara suele apuntar hacia sí mismo guiado por la mirada que se está observando sin conseguir verse, porque habitualmente el ojo que apunta queda oculto por el mecanismo que trata de detener el instante. Obras únicas y complejas, el autorretrato fotográfico acostumbra a ser una especie de arrepentimiento de quien ha caído en la tentación: la prohibida propiedad reflexiva de la imagen fotográfica. Regla que sirve para cualquier integrante de la historia de la fotografía, menos para Friedlander, que ha dejado, aquí y allá, multitud de autorretratos. Yo mismo no encontraría ningún problema, por ejemplo, para acompañar una ideal edición de mis Cien autorretratos ilustrada con los suyos. Es más, tendría ampliamente dónde elegir.

         Si el autorretrato clásico de fotógrafo suele serlo de su cámara, en primer plano, y de un yo que tiende más a la ocultación que a la exhibición —al contrario del embeleso en el yo del autorretrato pictórico—, los de Friedlander son una suerte de anti-autorretratos. Desalojados de ensimismamiento y pretensiones conceptuales, igualan sujeto y objeto en un mismo propósito: la narración de la calderilla de lo cotidiano. Una forma de decirse a sí mismo: mira que yo tan impuro soy, no desentono con las legañas del presente cuando se muestra sin haberlo acicalado previamente. De hecho, en algunos autorretratos frente al espejo aparece el fotógrafo con gesto de recién levantado, sin vestir y sin peinar. Igual que la realidad que tratará de reflejar en cuanto salga a la calle con la Leica.

         La primera característica de los autorretratos Lee Friedlander es, ya se ha mencionado, la abundancia. Y en coherencia, la segunda es la armonía con la que aparecen, perfectamente integrados, dentro de las series en las que esté trabajando en cada momento. Es decir, el yo se concibe también como una de las tantísimas «cosas» que están «frente a [la] cámara», y no solo detrás de ella. Para Friedlander, el fotógrafo no es un demiurgo, sino su opuesto, forma parte activa de la espontaneidad y del acaso en el que transcurre lo real. Al concebirse también como materia visible ante su propia cámara, y no solo como sujeto-creador, resulta del todo coherente —y en absoluto un ejercicio narcisista— que aparezca con tanta naturalidad y frecuencia dentro de las imágenes que capta.

         La tercera característica, ligada a la anterior, es, obviamente la variedad de formas en las que se autorretrata. Aparece como sombra, entera o fragmentada; como reflejo, incorporado a lo que retrate al otro lado del cristal; enmascarado; frente a un espejo, con frecuencia desnudo, sin arreglar o encamado; en el fuera de campo de un retrovisor; en primer plano o en una esquina del plano; detrás de una bombilla encendida o al volante de un coche; en fotos familiares y selfis (antes del concepto actual del selfi), solo, con su mujer o con sus hijos, posando o improvisando gestos teatrales; matizado por la sombra de la cámara o sencillamente expuesto frente al objetivo como evidencia de los estragos de la edad.

Es tal la variedad de autorretratos existente que exige al lector de sus fotografías una comprensión menos descriptiva y más esencial. Esta sería la cuarta característica del dispar conjunto. En múltiples autorretratos, como ya se ha apuntado, el yo se incorpora en plano de igualdad —no como creador, sino como personaje— a la narración de la imagen captada, sea mediante sombras, reflejos o figuras. Existe una fotografía que resulta emblemática de esta categoría: «Cañón de Chelly, Arizona», de 1983. Aquel año Friedlander se encontraba fotografiando el desierto y en cierto momento se detiene sobre un rectángulo de arena pedregosa y matorral bajo, encuadra en él su sombra —dibujada con un fuerte contraste por un sol posiblemente avasallador—, sitúa el círculo de su cabeza en el centro de una mata reseca, algunas piedras formando parte de su constitución, y dispara. El resultado sorprende: el paisaje desértico contribuye a perfilar los detalles profundamente irónicos —melena hirsuta y diversos abscesos repartidos por la piel— del yo.

         En otras piezas se observa el proceso inverso, es el yo quien incorpora la narración a un autorretrato de corte clásico. La placa más significativa de esta función quizá sea la titulada «Clínica Cleveland, Cleveland», de 2011, donde aparece en un plano medio el fotógrafo, con setenta y siete años, reincorporándose con dificultad de la posición de acostado en una cama hospitalaria, ojos entrecerrados y cuerpo desnudo, pero ocupado completamente por apósitos, cables de monitorización y electrodos. Una placa donde destaca el indudable protagonismo de un yo, pero no por sí mismo, sino por el padecimiento de la enfermedad.

         Junto a estas dos categorías —como personaje o como protagonista de una narración—, existen otros autorretratos que despiertan en la mirada de quien los contempla una estela poética. Son quizá aquellas placas donde se evoca a Saul Leiter con mayor claridad. Algunas traslucen una voluntad, incluso, metapoética, como la foto «Oregon», de 1997, con el disparador en la mano, la luz frontal y la sombra de la cámara, sobre el trípode, inscrita en el rostro. Aunque el más excelso autorretrato poético que realizó sin duda es «Maria. Las Vegas. Nevada» de 1970. En una habitación, junto a la cama deshecha, consigue fundir en una única imagen tres imágenes diferentes: el potente reflejo de la luz que cuela una ventana cuadrada, el cuerpo desnudo de Maria, su mujer y protagonista de múltiples retratos, y su propia sombra de fotógrafo con la cámara alzada a la altura de los ojos.

         Suele considerarse a Lee Friedlander como un artista innovador. Pero algunas novedades que se le atribuyen las comparte con muchos fotógrafos estadounidenses coetáneos de los años 60, una época cuyo principal propósito era derribar muros en el crecimiento del arte, también del fotográfico. La observación atenta de los autorretratos, sin embargo, ofrece una visión en la que Friedlander muestra una concepción que se adelanta a su tiempo. Este conjunto fue publicado, bajo el título Self Portrait, en 1970, en edición del autor, luego fue ampliado en 1998 y en 2005 se reeditó con el diseño de la primera edición. A diferencia de los autorretratos pictóricos, incluidos los de aquellos artistas que se pintaron a sí mismos en multitud de ocasiones, no se trata de una reunión de obras individuales. Si se toma como ejemplo la cincuentena de autorretratos de Rembrandt o la treintena de Van Gogh, enseguida se concluye que no forman conceptualmente ninguna unidad. Cada obra brilla en su singularidad. Juntas pueden sugerir algún rasgo de la personalidad del artista, pero no una idea artística diferente. Los cientos de autorretratos de Friedlander, sin embargo, no son una recopilación de fotografías dispersas, sino que forman un único conjunto que los articula y cuyo significado común demuestra el empeño de la autoedición de 1970. Forman, para su autor, una serie. Es decir, se presentan como un significado que trasciende las características individuales de cada pieza, cuyo valor lo adquiere por su relación con el conjunto, igual que los episodios transmiten solo fracciones del significado de una serie fílmica.

         Ahora bien, la seriación en un género artístico tan sensible al significado como es el autorretrato (tanto el pictórico como el fotográfico, ambos artísticos, y cabría añadir también el literario) es un rasgo del arte contemporáneo. El gérmen tal vez tenga su origen en Gerhard Richter (1932), cuya serie de 100 Selbstbildnisse fue desarrollada entre septiembre y octubre de 1993, pero solo expuesta y publicada en 2018. Otros artistas más jóvenes, en España, han mostrado un interés similar en épocas recientes, como Fernando Martín Godoy (1975) y su espléndida seriación de autorretratos en «Black Mirror Self-Portaits» (2018-2021), o la serie «Rostros», con sus vertientes gráfica y poética, en la que trabaja el artista Juan Manuel Uría (1976). A toda esta inquietud contemporánea por seriar la imagen de sí mismo del artista le precede la edición pionera de Self Portrait, que reúne los autorretratos de Friedlander disparados durante los años 60.

         La seriación del autorretrato inicia el camino de regreso del yo que anhelaba, en el autorretrato, su auto-comprensión. La seriación indaga el sentido opuesto, el de la incomprensión, la descomposición y, al cabo, el vacío del yo contemporáneo y su mutación en multiplicidad de fragmentos. Esta tal vez sea la innovación visionaria más importante de un fotógrafo estadounidense —nacido en Aberdeen, Washington en 1934— que parecía un cronista y resultó enmascarar un filósofo existencial en la abrumadora cantidad de imágenes de la memoria de sus lectores que les ha restituido. Incluidas también las que paulatinamente descomponen el yo de quien admira las fotografías de Lee Friedlander.

2

Una vez concluido el ensayo-polaroid sobre los autorretratos de Lee Friedlander, de paseo por una céntrica avenida de la ciudad asisto a una escena, por otra parte, harto habitual. Contemplo con indiferencia una pareja de jóvenes sentada en la mesa de una terraza, sonriente más por lo feliz que se ven los dos al estar juntos que por lo que en ese momento se estén contando. La muchacha, en un gesto repentino y casi automático, toma el móvil, estira el brazo, encuadra su jovialidad y dispara. El hecho ofrece una respuesta inmediata cuya pregunta surge diáfana en el pensamiento: ¿Para qué se fotografía uno a sí mismo?

         Recurrir al señuelo de la permanencia parece casi obligado frente a la conciencia de la finitud, y no solo del tiempo de cada cual, sino, y quizá más decisivo, de la felicidad que le toque en suerte. Más que un espejo, la fotografía se convierte así en el espejismo por excelencia. Quizá también en su tortura, ante la imposibilidad tantas veces de reproducir, tiempo después, aquello que se fotografió, sea la lozanía física o el instante prodigioso. Ahora bien, la fotografía, en sí misma, resulta ajena a esta conceptualización como espejismo de la permanencia o como condena de la finitud. Eso es lo que subraya la obsesión por los autorretratos de Friedlander. El error de la respuesta obvia está en que no es tal. La permanencia que ofrece el hecho fotográfico no puede localizarse en el porvenir, ni siquiera como espejo de un pasado. No resulta convincente otorgar a una simple imagen, siempre circunstancial, un valor metafísico.

La respuesta de la fotografía, cuya historia técnica no solo la ha acercado al instante, sino que lo ha superado siendo más rápida que el ojo que la guía, solo se concibe anclada en el presente. ¿Para qué nos fotografiamos? No para salvar el momento, sino para celebrar su existencia. Esta es la respuesta de Friedlander. La función de la imagen fotográfica no es prestigiar un instante (de particular felicidad, por ejemplo) frente a cualquier otro, sino solo mostrar que ocurría. En los múltiples autorretratos donde aparece en un interior doméstico, semidesnudo o con ropas de andar por casa, siempre despeinado, incluso ojeroso, ofrece una respuesta rotunda a la preocupación por la finitud: la esencia de la fotografía no es producir un ente estático ni una trascendencia propensa a la melancolía, sino solo revelar un presente: su intrínseca resistencia a lo que desaparece y la sustancial intrascendencia. Su certificación, en suma, de que cuánto se ha perdido —este sentido aparece conforme el joven fotógrafo se convierte en un fotógrafo maduro y luego, incluso, anciano— es lo que sostiene y da sentido a lo que aún permanece, al contrario de lo que ocurre con la fotografía del momento feliz, cuya obvia desaparición niega todo sentido posterior. La vida que muestra la fotografía en la que Lee Friedlander cree no es un collar de perlas, sino la soga que cada día más deshilada sujeta el ser a la existencia mientras la cámara lo capte.

Y su verdad está en mostrar no lo que fue, sino lo que sigue siendo, tal como es sujetado, en cualquier instante, a ese instante. En ello reside la hermosa parábola del paso del tiempo que siempre emociona leer en las fotografías. En especial en las del fotógrafo que decidió tomarse a sí mismo como escritura.

2 de abril, sábado. Didáctica


A los profesores de antes les encantaba mandar deberes. El peor era, sin duda, aprenderse las conjugaciones. Qué pesadilla. Nada tan aburrido como memorizar el pretérito imperfecto —pero si es imperfecto, por qué narices hay que estudiar cosas defectuosas—, el pretérito pluscuamperfecto —menuda arrogancia la de quien dice de sí que es más que lo máximo—, el condicional —como el preso que sale de la cárcel, qué modelo para adolescentes—, el imperativo —para qué aprender unos modos tan antidemocráticos—. Engrudo insoportable hasta que un día quedamos después de clase para estudiar juntos los verbos y descubrimos el verbo «amar»: amo-amas-amamos. Las formas entraban solas en la memoria (alguna también en los labios). Y nos pusieron, a los dos, un Sobresaliente.

[Libro V, Epigrama IX]