15 de marzo, viernes. Chanson d’amour


Rafael Pérez Estrada, «Eros», 1996

LOVE SONG

El engarce entre listones de la persiana bajada dibuja tumores amarillos sobre el mármol. El polvo de la taberna baila, como al son de una pianola, sin salirse del rayo que lo ilumina. Molly y Jimmy se sirven licor en una taza de café cuyo borde ensucia una aureola oscura. Por las ventanas abiertas se cuela la megafonía de la estación de Waterloo, que parece esconderse de su propio destino. Como si fueran copas, desprecian el asa cuando alzan las tazas para brindar. Luego vuelven a llenarlas y miran hacia la cristalera donde, echado el toldo, se reflejan sus besos.


CANZONE D’AMORE

Un café de barrio no es lugar para perder una tarde de sábado. Cocetta lo que quiere es pasear por el Corso, aunque haya que ir en autobús. Recorrer tiendas, no sé, tomar un helado en Piazza del Popolo. Tiene la ilusión de sentir la mano de Orazio de repente sobre la suya en mitad de los gruñidos imposibles con los que se hablan los turistas. La ilusión de que los escaparates la contemplen cuando acaricie su cabello suelto. La esperanza de acabar muerta en la parada y allí de pie que no importe que no pase nunca el suyo.

 

愛の歌  

A Sakura no le impresionó el primer beso de Hayato. Se lo pudo haber dado en el tranvía, mientras hablaba sin que el traqueteo le permitiera entenderlo. En el parque, el día en el que los cerezos florecieran. En una terraza del paseo marítimo, bebiendo un Calpis. ¿En qué película, se preguntaba Sakura, habrá visto que el amante se declara en un portal idéntico a todos los portales de una calle? Solo la impresionó el amor cuando fue a saltar sobre un charco —¡cuánto disfrutaba haciéndolo!— y al ver reflejado a Hayato se detuvo y no quiso romper el cristal.

 

LIEBESLIED 

La primera vez que hicieron el amor no sabían cómo se llamaban. Se lo habían dicho un poco antes, cuando se conocieron en una barra de Berghain, pero el volumen atronador de la música se comió la voz que se nombraba. En el cuarto oscuro se apresuraron a desnudarse sin verse ni siquiera en un reflejo. Luego, fuera, en el aparcamiento, entre coches fugaces, se reconocieron. En esta ocasión caminaron juntos hasta el chiringuito, y con una cerveza servida en vaso de plástico, cuando Geert dudó, Ilse dijo: Ilse, me llamo Ilse. Y resultó una hermosa revelación de la noche.

 

LAULU RAKKAUDEN 

De haber visitado una quiromante, las cartas hubieran pronosticado una encrucijada en sus vidas, pero los dos, Sirkka y Kalevi, en Helsinki-Vantaan, en diferentes colas de facturación, se encomendaron a los designios de una computadora, que los sentó una junto al otro. Atendieron las instrucciones de seguridad, pidieron sendos zumos de naranja a la azafata y se vieron reflejados en la ventanilla contemplando la ciudad que ambos desconocían durante la maniobra de aterrizaje. Aunque en algún momento se preguntaran quién sería el vecino, no cruzaron palabra, y con tan escasa realidad nada pudo hacer el amor para enloquecerlos un poco.

 

CANÇÃO DE AMOR

Los círculos de velas ardiendo en Copacabana, una noche sin luna, y en la cabeza la rotación de las esferas impulsadas por la caipirinha. «Bañémonos», sugiere Denilson mientras contempla a lo lejos, en el paseo, las ventanillas iluminadas de un autobús en la parada. El océano parece no ser de la misma opinión; su leve rugido, aunque incomprensible, delata un discreto enfado. «Vayamos al agua», insiste Denilson, y le convence a él mismo ver su gesto decidido e ilusionado en la lente de las gafas de Cida. Cuando la fría espuma cubre los pies, Cida se sujeta a su brazo.

 

ПЕСНЯ О ЛЮБВИ 

Sveta aprovecha cualquier cristalera para contemplar su corte de pelo, en especial le gusta mirarse de reojo al pasar frente al bar donde se reúnen los reclutas parlanchines de un cuartel próximo a su casa: repentinos silencios y miradas atentas, también la suya, confluyen en el dulce balanceo de su media melena. Una tarde, junto a la estación de Kievskaya, haciendo cola frente al puesto de kvas, habla con un soldado. «Me llamo Rodion», él. «Ah, Rodya», ella. «Estas cosas solo pasan en las novelas», él. «Pide, que nos toca, Rodya», ella, meneando la cabeza. «Ni en las novelas», él.

 

प्रेम गीत 

Nadie en Purjawala es cualquiera. Dependemos unos de otros, incluso para merecer un saludo que alegre el día. Hasta el conductor del autobús, que llega una vez por semana envuelto en una nube de polvo, es una personalidad en el pueblo. Le preguntan por su mujer e hijos, y a cada uno le cuenta la misma historia, pero saltándose partes, por abreviar, de modo que el último se queda sin saber nada. Luego se toma un té bajo una sombrilla y dice satisfecho: «El horizonte». Cuando vivamos en la ciudad, amado Paranjoy, ¿quién preguntará por la madre enferma de Vanalika?

 

أغنية الحب

Un desagradable aliento a arak le alcanza cuando el guardia de seguridad de la playa privada en Áqaba encañona a Malika con mirada de desprecio y farfulla incomprensible porque se presenta en la puerta sola, sin Azzâm. «Mi novio habrá perdido el autobús, no voy a esperarle en la playa pública», le responde. «El mundo se hunde bajo mis pies», clama el vigilante alzándose la chilaba para mostrar sus recias botas militares. Azzâm, Azzâm, antes inventarán una imagen holográfica masculina para pasear con ella que se cuele en algunas cabezas el mínimo destello de lo que ocurre en la realidad.

 

ΤΡΑΓΟΥΔΙ ΑΓΑΠΗΣ 

El barco los trae y el barco se los lleva, dice Agnes cuando alcanzan el promontorio desde donde se contempla el puerto de Chora. Y Adrastos piensa en el negocio de distribución de retsina que tiene su padre y tuvo el abuelo de su abuelo. «Siempre entre estas cuatro paredes de agua», gime Agnes, y Adrastos la anima: «Todos quieren verse reflejados en un cielo tan limpio, nosotros ya estamos aquí». «Qué palabra más pequeña: aquí», se lamenta Agnes. «Pero te quiero, un día padre me cederá las llaves del almacén». «Sí, pero cuando leva ancla, los extranjeros ríen felices».

 

AŞK ŞARKISI 

«Es verdad que no tenemos gran cosa, Orhan, aquí junto al río, entretenidos solo con la pelea entre la niebla baja y las luces fugaces que cruzan el puente Boğaziçi». «A veces me pregunto: ¿qué más quieres, Dilara? Nuestro es el chirrido de los tranvías, el canto de los vendedores de boza, el frío y la humedad de la noche. ¿Qué más quieres, Dilara?». «Nuestro el dialecto del cielo que no comprendemos y la acuarela de la ciudad que el gran charlatán dibuja en la pizarra de las aguas. ¿Qué más podemos desear, Orhan, cuando tu mano aprieta la mía?».

 

ՍԻՐՈ  ԵՐԳԸ 

El nubarrón sobre el barrio de Nork se fragmenta en caprichosos triángulos cuando se mira en los cristales de la estación abandonada del teleférico. Bedros arranca con la punta de la zapatilla, en el peldaño donde están sentados, un trozo de hormigón. «Aquí hay más arena que cemento, no me extraña que todo se venga abajo». «¿Cuándo me llevará este fantástico albañil a beber una agua de Jermuk?» —aprovecha Lucine el comentario profesional. Bedros levanta la vista, admira sus ojos oscuros, sonríe: «Para ti construiré un teleférico de hormigón armado que suba hasta la cima nevada desde aquí mismito».

 

เพลงความรัก 

Cuando Phailin alzó la mirada, aún con el agua de coco ascendiendo por la pajita hacia los labios, Kovit sorbía cabizbajo, contemplando del día solamente su rostro desfigurado y cada vez más pequeño conforme menguaba el líquido en la cáscara partida. Las vistas al río Chao Phraya eran idénticas para los dos, pero a la muchacha le dio tiempo de ver cómo un avión escribía en la pizarra del cielo un mensaje incomprensible y adivinar en qué tronco un perro iba a levantar la pata. Todo eso no lo vendían con el agua de coco, pero Phailin sí lo compraba.

 

 CANCIÓN DE AMOR

«He descubierto un blog con canciones de amor», grita desde su bicicleta Julio como quien aplica las nuevas tecnologías a pretextos antiguos. «Vamos a verlo», acepta subir Ana a su habitación en la Julio Cienfuegos. Mientras el aparato arranca entre quejas y balbuceos, le muestra un yogurt de coco: «¿Te apetece? Es lo único que tengo, está fresquito». La luz entra por detrás, y sobre la pantalla encendida Ana no mira las palabras que Julio pronuncia, sino sus ojos pendientes de leerlas. «A esta canción le falta algo» —dice maliciosa. Y es el blog, ahora, el que descubre el amor.



Actividad realizada en el Instituro Suárez de Figueroa de Zafra. Lectura y análisis de la serie. Resultados:

MOTIVOS RECURRENTES:

FORMA

Métrica: textos de cien palabras.

Títulos: mismo título, diferentes lenguas

CONTENIDO

Nombres propios del lugar

Nombres propios de los personajes

Bebida característica del país

Lugares del encuentro

Sonidos alrededor

Reflejos

Diferentes gestos amorosos

 

TESIS:

1. El amor crece a la luz de la informalidad.

2. Se nutre de la improvisación.

3. Los instantes fortuitos tienen más valor que las convenciones.

4. No sirve de nada querer empezar por el final, el camino se anda desde el primer paso.

5. Para que ruede,  antes hay que empujar.

6. La confianza es un arma de doble filo, hay que distinguir dónde se deposita.

7. El único ámbito donde lo imposible está al alcance de la mano.

8. La pertenencia a un lugar no es nunca circunstancial.

9. Se implica en la igualdad absoluta de derechos entre mujeres y hombres.

10. Es capaz de convivir con las contradicciones.

11. Es capaz de darle un significado nuevo y hermoso al mundo. De contaminarlo con su belleza.

12. El idealismo amoroso no anula la visión crítica de la realidad, es más, se convierte en un motor de cambio.

13. La simetría del amor siempre es asimétrica. Convivir con ella es lo más complicado.

14. Los discursos sobre el amor admiten cualquier género de la escritura o de la expresión plástica, pero no lo sustituyen, todos resultan insuficientes ante su vivencia en la realidad.

6 de marzo, miércoles. La cuestión de la muerte y la poesía


El mundo al que llegué, conforme fui teniendo juicio para discernirlo, estaba ya profundamente dividido en blanco o negro. O se pensaba de una manera o de la opuesta. O se estaba en un lugar o en el contrario. A donde se pertenece, es blanco; en el otro costado está lo negro. Y viceversa. Con el tiempo uno se da cuenta de que aquello, que entonces parecía lo más relevante de la realidad, tenía poca importancia comparado con las escasas posibilidades que existían de elegir bando. La condición ya situaba en uno a priori. La juventud llevaba aparejadas opiniones, posturas, vestuario e ideología. El origen familiar, lo mismo. Y así. Hasta el club de fútbol del que convertirse en seguidor resultaba inevitable. La identidad, que debería haberse manifestado como una paulatina serie de decisiones, no es que tuviera que elegir solo entre dos opciones, es que solo exigía asumir contra cuál de ellas se formaba.

En el momento de entrar en clase de filosofía, con mis primeros ahorros ya había comprado, de oferta en el Corte Inglés, los cinco volúmenes —encuadernados en polipiel y letras doradas— de las obras completas de Friedrich Nietzsche. Las recuerdo ahora, mientras, agachado frente a un lote de libros desperdigados por el suelo, reviso una tras otras las ediciones a la venta del filósofo alemán en los Encantes. Fueron propiedad, tengo la impresión, de un escritor que de joven había sido underground superventas, más tarde político y luego ya cualquier cargo. Junto a los libros están a la venta dos retratos al óleo suyos de grandes dimensiones y en otro puesto cercano venden piezas rústicas antiguas como las que una vez vi en una fotografía de su casa. Murió en 2020 y sus herederos ahora se deshacen de su memoria a lo grande. Todo volcado por el suelo del mercado. Al revisar las ediciones que debió de leer el famoso escritor me doy cuenta del escaso gusto con el que se ha editado en español a Nietzsche. Cualquier mal novelista merece un diseño editorial más cuidado.

No recuerdo gran cosa de lo que debí de aprender en aquellos volúmenes impresos en papel biblia y un título pegado al siguiente, pero era lo que me correspondía leer porque, en filosofía, por época y lugar, me tocaba ser materialista. Aunque he de reconocer que le echaba una mirada, no lo suficientemente escandalizada, a las nubes de algodón de azúcar del idealismo. No tanto por la seducción de sus conceptos, sino por la incomodidad que me ocasionaba una de las obsesiones peor llevadas de los santos que deberían haber sido de mi devoción, la cuestión de la muerte. Destruida cualquier creencia de un orden inteligente detrás de la realidad, la muerte se alzaba como el gran acontecimiento de la vida. Nunca me llevé bien con esa obstinación por vencer, del modo que fuera, cuando más encarnizado mejor, a la invencible. Había llegado al mundo demasiado tarde, el pensamiento también estaba dividido y a mí no me quedaba más remedio que asumir las batallas para las que me habían reclutado sin mi permiso.

Perezoso para secundar idealismos y remilgado para el barro purulento de los materialismos, decidí hacer mutis por el foro de la poesía, situado en un intersticio del pensamiento. La poesía a la que llegué también estaba dividida, pero había aprendido a moverme en territorios escindidos y las particiones ya me daban igual. Hay poesía abstracta tan apasionante como la figurativa, y viceversa. Ambas son blancas; el negro está reservado solo para los impostores. En el fondo, creo que me sentiría peor militando en un bando en concreto que recibiendo el desprecio común de ambos. La poesía, o al menos así la he entendido casi siempre, es también una respuesta ante el problema de la muerte, alejada a partes iguales de la teología, o de su sustituto, la teleología, y del materialismo, porque ni unas, con sus promesas, ni la otra, con su furia desatada, le sirven para nada a la poesía.

La poesía es el conocimiento de lo que está a través de lo que comparece sin estar. La filosofía era, o así la entendí siempre, lo contrario: la indagación en lo que no está a pesar de lo que está. Lo que no está es, claro, la muerte, el más allá. El gran enigma ante el cual la vida —lo que está— bien se considera inferior, bien se toma como elemento prescindible. La poesía, por el contrario, anhela pensar la vida, pero al hablar de ella evita reproducirla, propiedad que le correspondería a la historia, en su lugar la reconstruye mediante la comparecencia de la metáfora como recreación, que es lo que no estando, no concluye la vida, sino que la multiplica, la potencia. La convierte en omnímoda. En, para uno mismo —que nunca conocerá lo que no está—, inmortal.

3 de marzo, domingo. Suplicios de vivir en Barcelona


Llego a Delicias, que es un destino ferroviario que despierta siempre algún tipo de apetito, y me encuentro con un amigo que me espera en el atrio de entrada. Salimos y enredados en la conversación, sin que me dé cuenta, estamos ya en el 34. Saca su tarjeta de transporte, la acerca al aparato registrador de viajes, suena pip-pip, pasa él; la vuelve a acercar, vuelve a sonar pip-pip, y paso yo. El autobús arranca y me quedo impresionado con lo que acaba de ocurrir. Algo tan sencillo, tan cotidiano, y sin embargo, para mí tan extraordinario: que una tarjeta de transporte urbano pueda validar dos viajes.  Eso en mi ciudad, Barcelona, es completamente imposible.

         Antes de que llegara el presente siglo, que camina con decisión hacia su primer cuarto, había usado una tarjeta de validación electrónica en Londres, pero también en ciudades peninsulares, como Lisboa o Madrid. Al llegar uno compraba la tarjeta en una máquina expendedora de billetes y la cargaba con los viajes —o la cantidad económica— que le parecía oportuno. Al acabar la estancia, regresaba a su ciudad con la tarjeta, que guardaba para próximos desplazamientos. Todo tan absolutamente común como fantástico para mí, que no podía hacerlo en mi ciudad, porque no dispuso de sistema electrónico de validación de viajes en transportes públicos hasta el año pasado. Es decir, hasta 2023.  

         Pero el laberinto empezó a emponzoñarse antes. Como no teníamos tarjeta recargable, en Barcelona los usuarios compraban tarjetas de cartón que se validaban mecánicamente. Cientos de tarjetas de cartón han pasado por mis manos. Pero aun así alguien debió de pensar en TMB, la empresa que con tanta diligencia organiza estas cosas, que eran pocas y multiplicó el consumo de cartón. Normalmente viajaba en metro junto a dos miembros de mi familia. Con una sola tarjeta pasábamos los tres, hasta que se les ocurrió la brillante idea de convertirlas en unipersonales. Desde entonces tenía que viajar con tres tarjetas de diez viajes encima. Y ocurrió el día, muchas veces, en el que para entrar en el metro los tres, tuve que comprar ¡tres tarjetas de diez viajes cada una! Un dispendio sobre un absurdo. La estación de mi ciudad, como la de Zaragoza se llama Delicias, deberían bautizarla como «Disparates».

         Treinta años después de que ya la tuvieran todas las ciudades peninsulares, en Barcelona, por fin, disponemos de una tarjeta electrónica. Unipersonal, claro. Pienso en estas cosas mientras converso con mi amigo en el 34, por las avenidas de Zaragoza, hacia el centro. En una parada sube una pareja de personas mayores, el hombre saca la tarjeta, pip-pip, pasa su mujer; vuelve a pasarla, pip-pip, pasa él. En mi ciudad esta escena tan cotidiana y común resulta imposible. Si voy con mi hijo y olvida su tarjeta, algo en absoluto inusual, no puede pasar con la mía, y he de comprar un billete con la tarjeta de crédito a una tarifa triplicada de la normal. De cartón, claro.

Por otra parte, no sé si vale la pena contar que en la mayor parte de ciudades del mundo la tarjeta se consigue, previo pago, en las máquinas expendedoras de todas las estaciones de metro. Ah, en Barcelona no. Hay que solicitarla presencialmente, previa cita previa. Mostrar el DNI. Registrarse con todos los datos del DNI y, luego, pagar la tarjeta. De modo que cada vez que entro (yo solo, claro) en un autobús o un metro mi viaje queda registrado en los archivos de la TMB. Si suscribo una aplicación de la compañía, hasta puedo ver el detalle de todos mis viajes listados. La cuestión me despierta algunas dudas sociológicas —¿una compañía puede tener impunemente tanta información sobre los movimientos concretos de todos los ciudadanos?—, otras de carácter práctico —¿hay que votar en las elecciones a la alcaldesa o al alcalde que sostiene este sistema invasivo e incómodo?— y una ardua cuestión filosófica: cuando no recuerde, por la acumulación de datos de la vida urbana, a dónde he ido, con quién he estado y de qué he hablado, ¿qué yo comparece ante mí cuando sepa con exactitud de segundos la hora a la que me subí en el metro y en qué estación para viajar hacia lo que he olvidado?

27 de febrero, martes. El aro del sentido


Veo la película El círculo (Daeré, 2000) de Jafar Panahi, un director iraní que coloca la cámara donde los demás, habitantes de cualquier populosa ciudad, simplemente tenemos la mirada. La estructura circular de la narración me cautiva, pero lo que me fascina son los cabos sueltos que va dejando la rueda al girar. Uno de los personajes, que protagoniza solo unos minutos de la cinta, es una joven asustadiza e ingenua, Nargess, de la que el espectador solo sabe que acaba de salir de la cárcel y trata de llegar a su pueblo. Cuando consigue finalmente encontrar el autobús y un billete para acceder a un asiento, unos minutos antes de partir, se da media vuelta, abandona la estación y se dirige a una abigarrada zona comercial donde compra una camisa blanca bordada, igual que otra que vestía un hombre con quien se ha cruzado fugazmente un rato antes. Camisa en la que se gasta todo el dinero que posee. Luego el círculo continúa dando paso a otra protagonista en la infernal rotación de la discriminación femenina. Y la película deja al espectador sin conocer nada de las intenciones de Nargess. No solo sin saber para quién era la camisa, cuya caja abraza contra el pecho al correr por las calles huyendo de sí misma, sino si ese incógnito destinatario en realidad existe.

         La escena me recuerda, en otro orden de artes, los extraordinarios encuadres sobre retratos que muestra la exposición, recién inaugurada en la sala KBr de Barcelona, de la fotógrafa norteamericana Consuelo Kanaga (1894-1976), que resultan pioneros de algunos célebres retratistas del siglo XX. Su uso del encuadre, para cercenar cualquier contexto informativo en la imagen de la persona retratada, potencia de manera sorprendente su expresividad. La exposición presenta también diversos encuadres de un mismo negativo, demostrando que cuanta menos imagen se muestra, más intenso resulta lo que se ve. Incluso en la fotografía de una madre con sus tres hijas, el encuadre más cerrado, en el que solo aparecen dos de ellas, multiplica su capacidad de sugerencia. 

Consuelo Kanaga, «Sin título (Nueva York)», 1924

        Ambas experiencias, la de la película de Panahi y la de las fotografías de Kanaga, apuntan hacia la cuestión del significado. Y los dos ejemplos muestran cómo, a diferencia de los elementos formales, cuya concreción es una exigencia unívoca, el significado que los acompaña no tiene por qué cumplir con esta obligación. Hay una inercia a pensar que el interés por el significado artístico aumenta conforme su apertura es mayor, es decir, cuanto mejor comprendemos todos los elementos de la lógica de un proceso significativo cualquiera, como ocurre en la ciencia o en el periodismo. Pero, a diferencia de las formas, el significado se empobrece en su concreción. Cualquier significado en arte, expuesto en todos sus aspectos, acaba militando en las filas de un tópico. Por ejemplo, si el director hubiera ofrecido explicaciones sobre la necesidad de que Nargess comprara una camisa (para quién, por qué, con qué propósito…), el espectador, habiendo comprendido las razones del comportamiento, las archivaría bajo una etiqueta donde acumula infinidad de casos similares y, por lo tanto, triviales. La singularidad de Nargess, su razón artística, arraiga directamente en la ausencia de significado. Igual que la pérdida de información de un negativo de Kanaga intensifica su expresividad. Es decir, los agujeros negros del significado —como los que gravitan por el cosmos— despiertan y potencian la sensibilidad del receptor, la misma que la información adormece. 

20 de febrero, martes. Jardín de aforismos



El presente suele exhibir la ignorancia que en el pasado se escondía.

*

El discurso es una planta invasora del coloquio.

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En las épocas pragmáticas, el sueño libera; en las soñadoras, lo útil despierta. Entre unas y otras, se privilegian los bostezos y los utilitarios de gasoil. 

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La mala reputación estuvo de moda un tiempo. Y ahí se acabó todo.

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Cuando los griegos expulsaron a los poetas de la ciudad, ¿incluyeron también a los aforistas?

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El secreto del éxito de los que se dirigen a todos está en que no interese demasiado a nadie.

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El único punto en el que se ponen de acuerdo diestros y zurdos es en el repudio de los ambidextros.


14 de febrero, miércoles. Noticias de Éfeso


Las sombras juegan sobre la arena con los transeúntes. Prefiero mirarlas que levantar la vista hacia los dueños. Me he sentado, tal como hago cada día, en un banco del parque. Frente a un tilo. Me gusta la falta de carácter de los tilos. También los pájaros los prefieren. Tienen conversación. No como los cipreses que hay un poco más allá, que solo saben hablar de sí mismos. O los plátanos, tan exagerados en sus apreciaciones. El jardín es como una escalera de vecinos. Casi no me trato con ninguno de los míos. Mi bloque parece un bosque de abedules, hay que mirar hacia arriba para relacionarse con ellos. Me inclino mejor hacia las sombras. Nunca se empeñan en mantener sus ideas durante mucho tiempo. Y, otra gran virtud suya, no siempre conocida, permiten ver lo que hay detrás de una sin necesidad de que me dé la vuelta.

         Es lo que hago cuando me siento cada mañana soleada en el banco del parque urbano, curiosear lo que queda detrás de mí sin que nadie vea que me gire. En cierta ocasión, yendo de excursión con el colegio, encontramos un monasterio perdido en las montañas. No sé si estaba ya en ruinas, pero me sedujo su abandono. Un pastor guardaba por las noches su rebaño en la nave central. En las capillas había construido abrevaderos rudimentarios, con unos ladrillos mal puestos y cemento rasposo. El suelo estaba cubierto por una alfombra de heces ovinas. Entristecía observar las columnas, los arcos, las bóvedas tan bien trazadas en lo alto, para un servicio, en la tierra, tan humilde. Por no deprimirme me concentré en la piedra. En los muros, tan antiguos, los sillares preservaban una geometría impecable. El color mantenía su orgullo. Extendí la mano por la superficie y pude sentir la suavidad que imaginaba en los cuerpos cuando se entregan. La roca salvaje permanecía intacta en el interior del perfecto prisma rectangular que la contenía. Entendí el símbolo. La vida es como aquel monasterio. Un aprisco para quien la vive, un sillar para quien la contempla.

         Hubo un tiempo, lo compruebo en las sombras que vigilo constantemente, en el que vivía con los demás. Entraba y salía, por los portones de madera con los bajos podridos por la humedad, en tropel. A un silbido que lo indicara. Fue cuando me enamoré. ¿Quién nos manda enamorarnos? Es una buena pregunta. El pastor aguarda cada año la llegada de tantos corderos como ovejas apacienta. Tal vez tenga algo que ver con aquello que sentí hace tiempo. No era un carnero, hay que especificarlo porque las metáforas las carga el diablo. Era un hombre, claro. Y vino solo, sin pastor. De ahí que siga preguntándome quién era el autor del episodio. Se sentó a mi lado. Me dio conversación. Me invitó a una fiesta. Acercó sus labios a los míos. No sé cuándo ni cómo me retiró la posibilidad de utilizar el adverbio «no» en mis opciones, pero así fue. Luego se largó sin decir esta boca es mía.  

         Ahora prefiero que me gusten las sombras. También las masculinas. Las distingo enseguida, y no solo por los pantalones. Hay algo en la manera de caminar, un ir seguro a ninguna parte, que resulta inconfundible. No he dejado de sentirme atraída por ellas, sus sombras. Un aplomo en los movimientos como el que debió de tener Heráclito cuando se plantó en mitad del templo de Artemisa para llamar ignorantes a los efesios. Siempre me he sentido fan de Artemisa. Por eso, en aquella excursión de montaña, me aventuré a entrar sola en el viejo monasterio, a escondidas de las monitoras del grupo, mientras mis compañeras comían en el pinar. Me encandila la vida que hay encerrada dentro de las piedras. Y aunque ya no soy doncella, perdí entonces la potestad de defenderlo, mantengo la fe en la virginidad amorosa aún en la entrega. Porque por mucho que una se bañe en el río, el río no está nunca donde el agua fluye, como creen las ovejas. Todo enamoramiento no es más que un mero espejismo. La vida que permanece aún en las ruinas se ha construido con sillares en los muros y dovelas en los arcos de medio punto. Suaves al tacto, dulces a la vista, pero impenetrables. La belleza de ser de triste piedra. 

[Cuaderno de ficciones, página 15]

6 de febrero, martes. Elogio post mortem de la poesía


Hace un tiempo el novelista Manuel Vilas vaticinó, no sé exactamente dónde, la muerte de la poesía. Como no hay nada que obtenga más eco que la tanatología de los inmortales, su afirmación causó en el momento un moderado revuelo. Nada comparable, por cierto, con el ocasionado, a principios de los noventa, por quien anunció el «fin de la historia» y obtuvo una década de celebridad periodística. Algo que ninguna afirmación esclarecedora sobre el pasado ha conseguido igualar. Tal vez en aquella época se empezaba a descubrir sobre «lo nuevo para modernidad» lo que hoy es una certeza y Nick Land pronostica con lucidez: «el ritmo de obsolescencia de la verdad». Que no solo es la legitimación de la mentira, sino también de la extravagancia. Nada hay como un disparate para sentirse oído.

         La de Manuel Vilas sigue expandiéndose. Y tengo la impresión de que no hay lugar donde el autor aparezca, y hay muchos, sin que le pregunten por la muerte de la poesía. Su respuesta actual incluye, sin embargo, algunas informaciones más interesantes que el mero vaticinio. Confiesa que ha dejado de publicar poesía, pese a que nunca ha dejado de sentirse poeta, porque la literatura es comunicación y no encuentra a nadie al otro lado.

Cualquier extravagancia explicada pierde inmediatamente su condición de axioma y despierta el pensamiento. No es el caso, claro, de la sentimentalidad hacia la poesía después del divorcio, que forma parte de los tópicos conyugales; ni tampoco la creencia comunicativa de la literatura, que es un debate ganado hace mucho tiempo por los perdedores. Pero sí tiene enorme interés la observación de que la poesía no encuentra a nadie al otro lado. «Nadie» es un término diabólico en castellano. Exige para aparecer en la frase una doble negación: No hay nadie. Es decir, no hay 0. Lo que literalmente significa lo opuesto a lo que se dice. Quien no encuentra a nadie, encuentra a alguien, porque el «cero» es siempre lo negado. Al menos como posibilidad teórica me parece una premisa acertada para empezar a pensar. Y podría enunciarse así: ningún libro carece de lector; o, en positivo, cualquier libro entra en comunicación al menos con un lector. Aunque no es esto lo que quería expresar Vilas, claro, pero sí es lo que el lenguaje desea enmendarle: siempre hay alguien.

         El interés de «nadie» se desvía de su significado negado, «ninguno», y adquiere una dimensión interesante, la de «alguien». La de «hay alguien al otro lado». Lo que Manuel Vilas quiere decir implícitamente es que en poesía «alguien» puede representar, en el más optimista de los casos, 600 ejemplares vendidos. Y una novela —de las que ahora publica Vilas, no de las que había publicado en sus inicios—, según leo en una información de prensa, supera los 60.000 ejemplares. La diferencia empieza a clarificarse. En el mejor de los casos, un libro de poesía puede ofrecer a su autor un rendimiento económico de unos seiscientos euros, equivalentes a un 60% de una mensualidad del salario mínimo interprofesional; y una novela puede superar los cien mil euros, lo que equivale a diez veces el salario mínimo durante un año. No deseo concluir que cualquier afirmación tiene su inmediata traducción en términos económicos, pero soy consciente de que me acerco peligrosamente a esa extravagancia. Como no es lo que quiero hacer, abandono esta línea de reflexión.

         No sé si la poesía ha muerto ya o simplemente agoniza. Veo que se publican muchos libros, pero su recepción ha cambiado. Ya no está centralizada, como la conocí hace algunas décadas, sino que padece dos brechas importantes. La primera es la estilística. Lo que un tiempo solo fueron prácticas diferentes de escritura, y más tarde escuelas enfrentadas —el conflicto implica reconocimiento—, ha acabado por ser disgregación e ignorancia. La segunda es generacional, que no es más que un inexacto síntoma de la extensión de la indiferencia. La misma feracidad editorial, por una parte, y la decadencia de la crítica literaria, que oscila entre la trivialidad y la desaparición, por otra, contribuyen a fomentar una idea pesimista de la poesía.

         No es, sin embargo, la mía. El pesimismo suele contaminar el objeto de las proposiciones más usuales, por ejemplo, al afirmar «el mal estado de la poesía», en realidad se obvia que el desilusionado es el sujeto: «el mal estado en el que percibo la poesía». En el caso de la muerte viliana —o vilesca, no sé—  de la poesía, no puedo sentir su augurio más lejano a mi experiencia. No he dejado de leer poesía, ni de escribirla, ni de comentar la de mis coetáneos, ni de traducirla, ni de publicarla. He abandonado, eso sí, la novela, pese a que me quedé con seis títulos pendiente de un séptimo que cerrase el proyecto con aires de serie. Se diría que materializo el camino opuesto al de Vilas. Él aspira a los cien mil ejemplares, yo me encamino a los cien (que es, a veces, el total de la edición que publico). Para mí la poesía cada vez está más cerca, más presente, más verdadera. La soledad, el abandono, incluso el vituperio, le sientan bien. Es verdad que necesito, como Vilas, una comunicación al otro lado, pero no exijo que su magnitud sea sociológica, me basta con que un único lector me confirme que ha leído lo que he querido expresar. Y eso sí, insisto en la idiotez de repudiar la literatura como fuente de ingresos principal de un autor. No es una idea objetiva, claro; sino una mera manía personal. Y, a veces, un insólito criterio para elegir qué libro rescatar en las mesas de novedades en las librerías.

CARTAS AL s XX | 17 de marzo de 1946, domingo. Fauno melenudo



Mi Señora vive en Cannes. En el mismísimo bulevar del Mar. Mi habitación se encuentra en la pequeña vivienda para el servicio que se alza al otro lado del jardín, sobre el garaje para los autos. Está en la parte posterior de la finca, con puerta a la avenida. Y lo prefiero. El mar es un hermoso vecino, pero difícil de acallar cuando se altera. Mi Señora adora el mar. Le gusta pasear descalza por la arena, dormir en una tumbona, nadar cuando el oleaje no le asusta. Durante muchos meses al año prefiere la playa al coche, y esa afición suya favorece de paso también la mía, pues puedo dedicarme a la jardinería en lugar de hacer de chófer, que por ambas cosas he sido contratado, aunque el jardín solo lo toma mi Señora como una ocupación secundaria. Señalo estos aspectos porque esta primavera, cuando más trabajo exige mantener parterres, maceteros y árboles en óptimo estado de revista, mi Señora solo quiere subirse al coche. Incluso los domingos.

         Nada más levantarse y tras elegir sus mejores vestidos me grita: «A Antibes, que estamos tardando». Antibes es un cabo que se adentra en el mar al norte de la ciudad. Es ya otro municipio, pero las casas de uno se confunden con las casas del otro.  Nunca sé cuándo salgo de Cannes o cuando entro en Antibes. Ah, mi Señora ha conocido allí a un pintor. Español, creo; aunque parece italiano. Un hombre pequeño, nervioso, vestido siempre como un pescador de los que nunca salen a navegar. No sé qué le verá, pero mi Señora lo admira. Para mi perjuicio lo adora más que a la playa. Acude a verlo a su taller, que lo ha instalado, no sé muy bien con qué permiso, en el castillo de los Grimaldi. Que es un museo. ¿No es una contradicción que un pintor pinte dentro de un museo? ¿No es como quererse adelantar a los tiempos? En fin, cada vez entiendo menos el mundo.

Ni sé de lo que tratan, porque yo me quedo pasándole el trapo al auto. A veces tomo algún camino polvoriento a propósito solo para tener entretenimiento mientras mi Señora se entrevista con el pintor. Hoy, por cierto, he visto cómo se llama. Me ha costado, ciertamente, pero al final he descifrado la firma, letra a letra. La tengo aquí delante, con la dedicatoria que le ha escrito a mi Señora en la carpeta que guarda las litografías que le ha comprado. Picasso. No sé a qué me suena. ¿A picotement? Será por la picazón que me producen sus dibujos. Mi señora ha querido enmarcar uno. Su preferido, según me ha confesado como medida de presión para que lo vigile mientras lo enmarca el ebanista.

Acabo de colgarlo. Qué pena de clavos que podrían haber sostenido una obra admirable de Alphonse Mucha. «Fauno melenudo», su título. Me he quedado pasmado mirándolo. Que es un fauno lo entiendo bien: los cuernos no engañan. De eso sabemos bastante los chóferes. O sabía, porque mi Señora es viuda. De general. Aunque no murió en combate, sino en el hospital, sin ningún honor. Ahora eso sí, de continuar con vida, el fauno de Picasso no colgaba en el salón de la casa del bulevar del Mar. Que me corten el cuello si lo admitía.

         Las melenas del título también las veo. Los ojos y las cejas, de cara. La nariz, de perfil. Tiene su qué. Las orejas. Grandes orejas vacías. La boca. No le falta nada al fauno. Y carácter le sobra. Tiene un ojo atento y otro melancólico. Como yo cuando conduzco. También me reconozco en la nariz griega. Qué padecimiento vivir con una nariz que llega a los sitios minutos antes que el cuerpo. Parece que esté hablando, aunque no se le entienda lo que dice. En eso no es como el resto de mortales, que se les entiende todo lo que piensan nada más verlos sin que se molesten en decirlo. Gasta poco la paleta el pintor. Un trazo azul, un escaso marrón, un verde tímido. Conforme lo miro, más gracia le encuentro. No en el hecho de que me vaya a gustar o lo encuentre gracioso, sino en otro sentido. En el de retrato. Frente a los otros retratos que lucen en las paredes y corredores de la casa, con rostros avinagrados por la ausencia de movimiento, este fauno parece moverse continuamente. Se diría que no es nadie y, sin embargo, a poco que quien lo observa se detenga en él, parece que le refleje a uno. Que sea el retrato de quien mira. No su retrato, claro, que no lo será nunca, sino el retrato de cómo es por dentro. Lo que nadie puede ver cuando está delante, pero que si uno vuelve los ojos hacia el interior se asusta de verse a sí mismo como un fauno. ¿Será ese vértigo lo que pinta el tal Picasso?

25 de enero, jueves. Tiempo de futuro


Al dar un paseo por los alrededores, de repente, un almendro en flor. Por justificar que me haya plantado delante de su esplendorosa blancura, saco el móvil y lo fotografío. Me doy cuenta de que estoy a contraluz y las flores salen oscuras, pero no me inmuto. Finales de enero, me pregunto si la imagen me da permiso para alentar la llegada de la próxima primavera. Los almendros la anuncian mientras el clima subraya su condición invernal. Forma parte del ciclo de la vida, pero resulta fácil soslayarlo y admirar el augurio. En tiempos del Cid se atendía hacia el lugar desde donde procedía el canto de la corneja; ahora uno busca el pronóstico de la semana próxima en la aplicación del móvil. Tampoco es que se haya adelantado tanto.

     Al Cid el pasado le importa poco. Se sabe que la ira regia lo destierra, pero no se discuten las causas. Ni se lamenta, ni se justifica. Hay épocas que se han construido sobre el pasado, incluso que lo han reproducido con la máxima literalidad. No la medieval ni tampoco el nuevo siglo. El pasado ni apetecía ni apetece. Por razones diversas. En el siglo XII existían escasos registros de lo ocurrido; en el XXI excesivos. Escasez y exceso mantienen parentesco. Es difícil avanzar con su herencia a hombros. El tiempo del Cid es el presente: lo que ve, lo que dice, lo que piensa para ganar una batalla, que gana haciéndolo. Lo que recauda y reparte en cada victoria. Es el canto más entusiasta que conozco dedicado al presente, lo único capaz de redimir cualquier penalidad. No es el caso, sin embargo, de este presente, que desprecia profundamente lo que esté ocurriendo en cada instante; bien porque lo considere reiterativo con lo que se esperaba de él, bien porque al desviarse de lo previsto subraya lo impropio de lo que ocurre. El único tiempo en el que se valora nuestro presente es el futuro. Todos sus esfuerzos están dedicados a modelarlo. Hasta se da el caso de que cuando ese futuro irrumpe antes de tiempo, se le increpa y persigue, como al chatbot de inteligencia artificial por el que tanto se suspiraba y que tantos inconvenientes, de repente, acarrea. Solo por precipitarse: por dejar de ser futuro. Algo parecido casi ocurre con los japoneses y su perfecto alunizaje. Menos mal que la perfección ha resultado tan chapucera como se necesitaba para que sea olvidado enseguida y se esté ya en los próximos proyectos, esos sí, perfectos, a la luna, a marte y quién sabe a qué confín del universo.

     Mi almendro de esta mañana está ya muy viejo, descuidado y sin fuerza para cubrir de blancura la copa por entero, aún así me anuncia la primavera como un único propósito del presente. Y de súbito he visto los campos pletóricos de sensualidad, mis brazos al aire, el abrigo en el armario y la luz cabalgando sobre el día como una amazona que solo retira la montura de su yegua a la hora de la cena. Cada flor del árbol lanza mi vida hacia el futuro. Ya lo estoy viviendo y, acaso, perdiéndome el antiguo heroísmo de la floración de los almendros. Pero soy un hombre de su siglo y solo pienso en el libro que escribiré, en los viajes que preparo, en el más allá temporal que existe en cada paso dado ahora. Porque, la verdad, si despojo al árbol florecido de su poder de augurio, ¿con qué me quedo? ¿Qué demonios hago aquí parado ante esta reiteración cíclica de la vida con la de cosas que tengo por hacer?

20 de enero, sábado. Jardín de aforismos



Resulta difícil sostener el símbolo del agua como principio de la vida ante el cauce de algunos ríos contemporáneos.

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En la antigüedad que alguien fuera el dueño de algo significaba que gobernaba su destino. Ahora la idea se ha simplificado en el derecho a venderlo. Quizá sea eso a lo que se denomina progreso en la civilización.

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Cómo me gustaría salir al bosque por las noches para recoger estrellas del cielo. Las guardaría dentro de un tarro en lo alto de un armario.

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En la lotería, el primer premio debería ser tiempo en lugar de dinero.

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Lo realmente trágico es la coincidencia de dos elementos opuestos.

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Nadie pronuncia ya, en las tertulias radiofónicas y televisivas, el adjetivo «cósmico» para definir sus intereses. Solo se utiliza su raíz en los anuncios de «cosmética».

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La idea tan seductora de nacer dos veces no consigue borrar la certeza de que el final de la primera vida acontece al mismo tiempo que el fin de la segunda.


15 de enero, lunes. Anatomía del miedo


Miedo, no. Nunca hubiera dicho que vivo con miedo. Sí con precaución. Prefiero hablar de prudencia. De previsión. De orden. De cautela. Eran las palabras que usaba para organizar mi vida. Creo que es lo conveniente, pero no por miedo. Si a eso ahora le llaman miedo, cuando me traspasaba un calambre de miedo, entonces lo que padecía eran auténticos ataques de pánico. Es posible, sin embargo, que algo de miedo sí sintiera. No a hacer lo que tuviera que hacer en cada momento, sino por evitar consecuencias que no me iban a gustar. ¿Te ríes? Pues no veo el motivo de tanta risa. A las cosas que se hacen hay que buscarles un sentido. Tengo la impresión de que abusas de la palabra miedo. Nunca me he considerado miedoso. Sí, preparado para lo que hacía. Lo que implica conocer las consecuencias y evitarlas. Eso nunca ha sido miedo. Lo contrario sí me parece peligroso, ser negligente, confiado. ¿No es peor que el miedo? El caso es que nunca había sabido antes, ni siquiera en los momentos de pánico, qué era realmente el miedo.

         Porque nunca se me había ocurrido antes llamarlo pronóstico. No puedo decir que no fuera amable, que su trabajo lo ha elegido él, y bien se debe de ganar la vida, pero yo no lo querría para mí. Es verdad que seguramente es mitad y mitad. A unos les anuncia buenas noticias. Pero ¿y a los otros? Personas a las que tiene que ponerles delante, en su más cruda realidad, lo que nunca antes han conocido, el miedo. El miedo auténtico. No las tonterías que tú llamas miedo. A partir de ese momento, lo de las consecuencias pasa a ser un juego de niños. La despreocupación, una quimera. La distracción, una utopía. Cómo una sola palabra, tan inofensiva, le cambia a uno la vida. Y alguien tiene que pronunciarla para que exista un desgraciado que la escuche, en este caso, yo. Para que oiga decirlo como quien no dice nada, como quien habla de los resultados de la liga durante el fin de semana, y de repente ya nada sea igual a como era antes. Antes de entrar en la consulta. Antes de oírle interpretar unos análisis.

         «Tiene muy mal pronóstico», dijo, «su tumor». Ahí arrancó el miedo, como un zarpazo repentino que extirpa el pensamiento. Y no deja nada en qué pensar. Luego siguió con las estadísticas, que ya ni recuerdo haber oído, y con las previsiones, las que ponen en marcha un reloj que avanza hacia atrás en lugar de hacia delante. Como cuando de niño me gustaba ver lanzar los cohetes a la luna. De eso me acordé. Por fin se cumpliría mi deseo infantil de ser astronauta. Oiría descontar el tiempo que falta. Diez. Tramitar la baja. Luego, la larga enfermedad. Nueve. Sesiones de quimioterapia. Ocho. Sesiones de radioterapia. Siete. Análisis y pruebas. Seis. Consultas y pronósticos. Cinco. Tratamiento experimental. Cuatro. Más análisis y más pruebas. Tres. Ya no siento nada. Dos. Paliativos. Uno. Despedida… Cero. Ya iré camino de la luna. En la luna no existe el miedo. Ni los pronósticos. Ni las precauciones. No hay atmósfera y eso significa que no hay corrupción de la materia. Ni tiempo. La luna es un espacio puro. Allá arriba siempre; por esencia, inalcanzable. De niño quería ser astronauta. Invertir el sentido de los relojes. ¿Habré logrado, por fin, aunque solo sea una de mis aspiraciones? Sí, al menos esta, estoy seguro. Me iré contento, por fin habré sabido lo que es de verdad el miedo. 

[Cuaderno de ficciones, página 14]

9 de enero, martes. Navegar en estanques


Por mi ciudad corren dos ríos y no tiene ninguno. Ambos están situados en los extremos, son sus límites al norte y al sur. Fueron ríos en otro tiempo, y hasta se desbordaban con furia; ahora son un hilo de agua turbia que baja entre dos enormes losas de hormigón que forman sus márgenes por donde incluso resulta grato pasear. Que no exista un gran río que la cruce por el centro me parece un déficit de mi ciudad. Copenhague tampoco tiene río, pero se lo han inventado. Un largo y estrecho estanque hace de río decorativo entre el casco antiguo y los nuevos barrios por donde la ciudad crecía. Resulta agradable pasear bajo los tilos y contemplar el agua, aunque al falso río le falta lo esencial, el sonido del agua cuando fluye. La música áspera y delicada de la vida. La mayor parte de los ríos que atraviesan ciudades también carecen del rumor de las aguas al pasar, los han desviado por otros lugares y en el casco urbano han dejado un simulacro de río; hermoso, sí, pero inane. Este es el dilema en el que andamos sin saberlo: amamos fantasmagorías inocuas de lo que admiramos por su esencia salvaje. 

CARTAS AL s XX | 25 de junio de 1920, viernes. Grand Prix de París


El día 25 de junio París vibra de nuevo con los vítores y algaradas que arrancan en el velódromo de Vincennes y su vértigo recorre las calles que, durante los años sin Grand Prix, solo habían transitado las campanas enloquecidas de las ambulancias y el zumbido de los aviones que presagiaban los estruendos. Concluida la suspensión, las carreras ciclistas, que solo unos privilegiados contemplan, inundan con nombres de favoritos las conversaciones de los parisinos y con boletos de apuestas sus bolsillos. El doctor Guinon acude temprano a la Sociedad Médica de Hospitales y permanece varias silenciosas horas sentado en la sala de espera, con la cabeza entre las manos. Hacia el final de la mañana asoma por una puerta lateral un funcionario con los manguitos a medio extraer. «No creo que esté esperando a nadie, ¿verdad?», le dice con una sonrisa benevolente, y sin aguardar una respuesta inquiere: «¿Quién cree usted que puede ser este año el sucesor del añorado Léon Hourlier? Su bicicleta no corría con ruedas, iba sobre alas».

El doctor Guinon se ajusta las varillas de los anteojos tras las orejas, se yergue, abandona un sobre sellado con lacre encima del asiento que ha ocupado y apenas cuenta con voz para sugerir: «Cuando haya descubierto a su campeón, entrégueselo después, por favor, al secretario del Presidente». Una plaga de pulgas asola las ensimismadas calles de la capital liberada de las bombas. Es tal la euforia que abarrota los comercios y construye colas en la puerta de los restaurantes que a nadie le importa demasiado rascarse la nalga algo más de lo conveniente. El doctor Guinon, como más tarde lo confirmará el profesor Teissier y lo comprueban otros profesores en el curso de sus investigaciones, ha sospechado que los cuadros cada vez más frecuentes de fiebre, tos y vómitos no se corresponden al catarro común que la mayoría de médicos diagnostican, porque los bultos que los acompañan en algún lugar del cuerpo son auténticas bubas de la peste negra.

Transcurrida una semana de la denuncia sin que llegue a ningún hospital ni gabinete médico normativa específica sobre la existencia de un brote de peste bubónica, el doctor Guinon se dirige de nuevo, ahora por carta, a la Sociedad reiterando la conclusión de sus observaciones, aún más certeras dado el incremento de pacientes con síntomas inequívocos. «Casuales», le matiza el secretario en su oficina cuando frente a él, tras solicitar la preceptiva visita, repite los argumentos una semana más tarde. «¿Usted cree que si tuviéramos alguna constancia de lo que usted nos avisa no habríamos actuado ya con todos los efectivos de esta institución? Cómo no avisar entonces a los hospitales de París, ordenar la limpieza concienzuda de los lugares públicos, encerrar por edicto a los ciudadanos en sus casas y suspender cualquier actividad colectiva, entre ellas los fastos del recién recuperado Grand Prix, que ojalá pudiera volver a ganar nuestro valiente Léon Hourlier, que dios lo tenga en tan merecida gloria. ¿Ve usted que eso ocurra? ¿Verdad que no? Pues esta es la prueba de que lo que usted ve en su gabinete son meros constipados de primavera. No sea alarmista, no quiera amargarnos la gran fiesta de la paz. Además, no quiera ver con dos ojos lo que no están viendo, con multitud de facultativos detrás, los hospitales más importantes de Francia. No sea tan presuntuoso».

De regreso a la consulta en el Barrio Latino, se encamina dirección a Notre Dame para cruzar los puentes del Sena a través de la isla donde también está situado el mayor hospital de la ciudad, la Casa de Dios, frente a cuya puerta el doctor Guinon se detiene. Del cabás extrae una máscara de tarlatana, que se coloca sobre nariz y boca. Tras un árbol se aposta, de incógnito, como si fuera un maleante a la espera de un asalto. Ve acercarse pacientes aturdidos que son transportados en parihuelas por personas sin ninguna protección. Dos guardias impiden la entrada a los que van llegando y los enfermos se quedan alineados sobre la calzada, al pie de la fábrica del hospital, según el hábito que se había fraguado durante la guerra con los muertos tras los bombardeos. Que ahora los alineados estuvieran solo desfallecidos por la fiebre no parece una diferencia significativa.

Unos metros más allá del árbol que le oculta observa la llegada de una carretilla tirada por un burro con la caja cubierta por una lona. Cuando el muchacho que la acompaña se dirige a hablar con la guardia para preguntar dónde deja la carga, el doctor Guinon se acerca. Al destapar la lona aparecen, amontonados uno sobre otro, tres cuerpos abatidos. Con la ayuda para moverlos de una lezna quirúrgica, los examina con atención. Las manos del hombre muestran múltiples cicatrices y diminutas incrustaciones metálicas entre las largas uñas, posiblemente debidas a un trabajo metalúrgico. Las manos de la mujer, que debieron ser hermosas, aparecen sin vida, desgastadas, quizá, de fregar los suelos ajenos con exceso de lejías. El tercer cadáver descompone el cuerpo del doctor. Una niña de unos ocho años permanece debajo, aplastada por los otros dos, con los ojos abiertos y en blanco. Cuando regresa a su transporte el muchacho, un mozalbete que con dificultad alcanza los catorce años, le pregunta cómo los ha encontrado, a lo que le responde solo lo que anda pensando en ese momento: «Al cementerio, me han dicho, abren una fosa por las mañanas y la cierran antes de mediodía. He de darme prisa o se quedarán al aire el resto de la jornada. ¿Está lejos el cementerio? No sé si voy a llegar a tiempo». Guarda silencio un instante, mira a los ojos del extraño que le contempla tras los anteojos y con la cara cubierta, y añade como una siniestra coda a sus cavilaciones: «Son mi madre y mi padre. Es mi hermana. Estaban resfriados anoche, pero esta mañana, al despertarme, los he encontrado así, y no sabía qué hacer y aún sigo sin saberlo».

CaoCultura, 15 de diciembre de 2023. Enlace