Solo
repara en su presencia cuando le choca ver, al atravesar con la vista los
espacios, el banco vacío. Regresa a su población cada jornada en el mismo horario,
aunque nunca parezca la misma estación por el revuelo que concentra, sobre todo
en épocas de invasión turística. El invierno es un poco más cauto. A Angélica
le da igual el ambiente. Llega con el tiempo justo, sube con gestos ágiles,
busca asiento y se sumerge en un libro, una revisa, cualquier cosa capaz de
borrar los cuarenta minutos de ferrocarril de cercanías. Sitúa un pie en el
primer peldaño, pero ya no consigue despegar el segundo del andén sin darse la
vuelta y cerciorarse de que, en efecto, no hay ninguna persona sentada en el
banco. Acaba por subir, con movimientos casi detenidos, y de nada le sirve
haber entrado la primera, porque los pasajeros que siguen la adelantan y ocupan
los escasos lugares libres. Cuando se planta en mitad del vagón y mira hacia el
final, vuelve a ver en los asientos ocupados la ausencia en el banco.
Es un hombre que parece mayor que ella,
aunque seguramente no tenga muchos años más. Sin ningún atractivo. Ropas
vulgares. A la hora de su tren, permanece sentado, preferiblemente en el
extremo derecho de quien mira, o en el opuesto, si ha sido ya ocupado. No le dice
nada el rostro, ni la expresión, ni la actitud de aquel tipo. No sabe si
simplemente espera el paso de un tren de otra línea, si aguarda a alguien o distrae
el aburrimiento de los días. No sabría ni siquiera describirlo de la
desatención con que lo ve al pasar, incluso cuando espera el tren si circula
con retraso. En ningún momento, ni antes ni después del instante en el que lo
ve sentado, abúlico en mitad del gentío, se le hubiera ocurrido darse la vuelta
para volver a mirar. Ni siquiera pensar en él. Salvo la tarde en la que no está
en el lugar acostumbrado.
Le molesta viajar de pie, en mitad de
otros pasajeros con el brazo alzado hasta la barra de sujeción superior. Se siente
incómoda, pero su incomodidad es mayor aún en el pensamiento. Desconoce la
razón por la que ahí la desazona el hecho de no ver al desconocido en el
momento de su regreso, cansada de las horas de trabajo, anhelando ya quitarse
la ropa y lanzarse en tromba sobre el sofá. Lo oyó contar a sus padres cuando era
niña. Ya ni se acuerda. Historias de mayores. No les ha dado nunca la menor
importancia. Su padre, oía repetir a veces con más épica que realidad, había
venido a buscar trabajo a la ciudad solo, a la contra de la familia y de la
novia que dejó plantada en el pueblo. Al principio parece ser que se escribían,
se llamaban por teléfono algún domingo. Qué tristeza acumulan estas viejas
historias, piensa, como el polvo en los desvanes. Le provocan estornudos.
A los dos años, su padre había cambiado
tantas veces de pensión, es decir, de dirección para las cartas, que al llegar
eran enviadas al cubo de basura, y de número de teléfono, «no señorita ya no se
aloja aquí y se fue sin dejar señas». Su madre, entonces una muchacha que no se
debía de parecer en nada a ella, decidió ir sola en busca del antiguo novio.
Sin ninguna dirección, ningún teléfono. Iba a ir yo, que le den, por largarse, piensa
mientras sujeta con fuerza la barra durante los vaivenes del trayecto. Uno, que
había oído voces, le dijo algo a alguien, y este a otro y el otro a mi familia paterna.
Al conocer la noticia del viaje de su antigua novia, mi padre —nunca había
vuelto a pensar en este caso, dios mío, qué cursilada— iba cada tarde desde el
taller, cuando cerraban, directo a la estación para llegar a tiempo del tren
que venía del oeste. Una tarde, otra, que no hubiera llegado aún no impedía que
regresara la tarde siguiente. La antigua novia había dicho que venía. Dos meses
después de tomar la decisión, se subió por fin a un vagón de tercera.
«Angelines», escuchó que alguien la llamaba desde el fondo del alboroto ocasionado
por la llegada en aquella estación descomunalmente grande. Un año y medio
después nacería quien esta tarde, que parece igual a cualquier tarde de la
semana, se hace una pregunta que, en contra de sus hábitos, no consigue
responder: «Si aquel lejano día hubiera sido hoy, ¿cómo me las habría apañado
para nacer?».
[Cuaderno de ficciones, página 4]