12 de noviembre, sábado. Cercanías


Solo repara en su presencia cuando le choca ver, al atravesar con la vista los espacios, el banco vacío. Regresa a su población cada jornada en el mismo horario, aunque nunca parezca la misma estación por el revuelo que concentra, sobre todo en épocas de invasión turística. El invierno es un poco más cauto. A Angélica le da igual el ambiente. Llega con el tiempo justo, sube con gestos ágiles, busca asiento y se sumerge en un libro, una revisa, cualquier cosa capaz de borrar los cuarenta minutos de ferrocarril de cercanías. Sitúa un pie en el primer peldaño, pero ya no consigue despegar el segundo del andén sin darse la vuelta y cerciorarse de que, en efecto, no hay ninguna persona sentada en el banco. Acaba por subir, con movimientos casi detenidos, y de nada le sirve haber entrado la primera, porque los pasajeros que siguen la adelantan y ocupan los escasos lugares libres. Cuando se planta en mitad del vagón y mira hacia el final, vuelve a ver en los asientos ocupados la ausencia en el banco.

         Es un hombre que parece mayor que ella, aunque seguramente no tenga muchos años más. Sin ningún atractivo. Ropas vulgares. A la hora de su tren, permanece sentado, preferiblemente en el extremo derecho de quien mira, o en el opuesto, si ha sido ya ocupado. No le dice nada el rostro, ni la expresión, ni la actitud de aquel tipo. No sabe si simplemente espera el paso de un tren de otra línea, si aguarda a alguien o distrae el aburrimiento de los días. No sabría ni siquiera describirlo de la desatención con que lo ve al pasar, incluso cuando espera el tren si circula con retraso. En ningún momento, ni antes ni después del instante en el que lo ve sentado, abúlico en mitad del gentío, se le hubiera ocurrido darse la vuelta para volver a mirar. Ni siquiera pensar en él. Salvo la tarde en la que no está en el lugar acostumbrado.

         Le molesta viajar de pie, en mitad de otros pasajeros con el brazo alzado hasta la barra de sujeción superior. Se siente incómoda, pero su incomodidad es mayor aún en el pensamiento. Desconoce la razón por la que ahí la desazona el hecho de no ver al desconocido en el momento de su regreso, cansada de las horas de trabajo, anhelando ya quitarse la ropa y lanzarse en tromba sobre el sofá. Lo oyó contar a sus padres cuando era niña. Ya ni se acuerda. Historias de mayores. No les ha dado nunca la menor importancia. Su padre, oía repetir a veces con más épica que realidad, había venido a buscar trabajo a la ciudad solo, a la contra de la familia y de la novia que dejó plantada en el pueblo. Al principio parece ser que se escribían, se llamaban por teléfono algún domingo. Qué tristeza acumulan estas viejas historias, piensa, como el polvo en los desvanes. Le provocan estornudos.

         A los dos años, su padre había cambiado tantas veces de pensión, es decir, de dirección para las cartas, que al llegar eran enviadas al cubo de basura, y de número de teléfono, «no señorita ya no se aloja aquí y se fue sin dejar señas». Su madre, entonces una muchacha que no se debía de parecer en nada a ella, decidió ir sola en busca del antiguo novio. Sin ninguna dirección, ningún teléfono. Iba a ir yo, que le den, por largarse, piensa mientras sujeta con fuerza la barra durante los vaivenes del trayecto. Uno, que había oído voces, le dijo algo a alguien, y este a otro y el otro a mi familia paterna. Al conocer la noticia del viaje de su antigua novia, mi padre —nunca había vuelto a pensar en este caso, dios mío, qué cursilada— iba cada tarde desde el taller, cuando cerraban, directo a la estación para llegar a tiempo del tren que venía del oeste. Una tarde, otra, que no hubiera llegado aún no impedía que regresara la tarde siguiente. La antigua novia había dicho que venía. Dos meses después de tomar la decisión, se subió por fin a un vagón de tercera. «Angelines», escuchó que alguien la llamaba desde el fondo del alboroto ocasionado por la llegada en aquella estación descomunalmente grande. Un año y medio después nacería quien esta tarde, que parece igual a cualquier tarde de la semana, se hace una pregunta que, en contra de sus hábitos, no consigue responder: «Si aquel lejano día hubiera sido hoy, ¿cómo me las habría apañado para nacer?». 

[Cuaderno de ficciones, página 4]