11, viernes. Junio. Plaza de San Vicente

Para reconstruir recuerdos infantiles, hoy entro en la plaza no por donde solía hacerlo, sino a espaldas de San Vicente, cuyo pedestal está erguido sobre una fuente, en el centro de un elegante cuadrado de recogidas, casi íntimas dimensiones. Insertas hay dos orlas cuadradas, la de plátanos frondosos y altos —uno de ellos supera los diez metros—, y la interior de fresnos menudos y delicados. En verano esta combinación construye con sus sombras combinadas la nave principal de un templo de aire y umbría. En los bancos, alrededor, veo orar dispersos algunos jóvenes solitarios con el cable del auricular prendido a la oreja. Dos mujeres parecen confesarse vidas inefables. «Tal vez nos salga al encuentro una plaza, una tregua, un cielo humano de hojas, humo, voces», es lo que esperaba hallar al regresar aquí, acordándome de un verso de Blanca Varela. Los trazos y murmullos que pueblan su silencio son los que el tiempo ha olvidado.

La forma de la estatua, por la espalda, dibuja un rombo con un círculo enigmáticos. De frente, el alba sacerdotal y el brazo dulcemente colocado contra el pecho sosiegan la imagen. De niño me inquietaba el objeto redondo que sobresalía a los pies del santo. Es un bulto que rebasa la linealidad del monumento. Como un grano hiperbólico. Una década después de haber visto casi a diario este San Vicente, conocí otro, en Lisboa. Allí los símbolos son más explícitos: dos cuervos sobre una carabela. Por hacer algo en mitad la plaza, busco en el móvil alguna pista. Y la encuentro. Tras el triste martirio en una cruz en aspa de Vicente, cristiano hispanorromano del siglo IV, alguna leyenda cuenta que fue lanzado al río Turia con una piedra de molino atada al cuello. Aun así, sus restos milagrosamente salieron a flote y de allí fueron trasladados en barco a Lisboa, custodiados por dos cuervos, uno en proa y otro en popa. Con Blanca Varela, que parece empeñada en acompañarme esta mañana de evocaciones, me digo: Ah, «Un astro estalla en una pequeña plaza y un pájaro pierde los ojos y cae».

Los dos párrafos que llevo escritos en esta página los he visto aparecer en la pantalla del ordenador, impulsados por mis diez dedos que conocen, sin que yo lo sepa, la ubicación correcta de cada uno de los caracteres que forman este texto. Que es un conocimiento raro entre los varones de mi generación lo supe nada más llegar al cuartel donde iba a transcurrir mi servicio militar. Me apunté a una prueba de mecanografía. Antes de que el capitán acabara cada una de las frases del dictado, ya había dejado yo de teclear. Miraba entonces a mi alrededor y veía a los participantes, una sala llena de jóvenes pelados, pinchar con dos dedos a la captura de lo oído letra a letra. Esta virtud que me permite escribir casi al ritmo del pensamiento se la debo a esta plaza. Un día de inicios del verano entré en su penumbra boscosa, temprano, de la mano de mi madre. En un edificio frío y vulgar había entonces una academia —ahora hay una guardería infantil, y en tiempos fue un Instituto donde dio clases de joven el político Francisco Cambó, que llegaría a ministro de la Monarquía y a diputado de la República—. Aún recuerdo el zaguán oscuro donde entré de la mano de mi madre, que lo dejó allí mismo todo atado: Que venga el niño mañana a las nueve. Tenía doce años y llegaba cada día, solo, a esa hora. En la entrada del edificio —contraventanas cerradas, se colaba un ápice de luz por la puerta principal—, habían colocado una mesa, una silla y una máquina de escribir, como decorado de una obra de teatro expresionista. A las nueve en punto aparecía un señor que me entregaba sin abrir la boca unas hojas de ejercicios que tenía que realizar, a máquina, yo solo, único alumno. Desaparecía. A las doce en punto reaparecía, me retiraba las hojas y me mandaba a casa. Aquellos ejercicios que realizaba eran series, una tras otra. Hoy casi podría llamarlo «poemas concretos». Creo que en aquélla lúgubre academia —«Todo cabe en dos ojos deslumbrados, todo el color en un violento despertar en una plaza, a solas»— aprendí mecanografía en soledad, y también el arte de conseguir expresarme a través del obsesivo desarrollo de seriaciones. Como la de estas plazas, por ejemplo.