2, miércoles. Junio. Plaza de las Beatas

El mejor plano que conozco de esta plaza es el nadir. Uno levanta la vista y las fachadas de los edificios encuadran el cielo, nuboso o despejado, en un trapecio que cabe entero en la mirada. O, también, en el objetivo de la cámara bocarriba. Todo lo que hay en la plaza se puede contar con los dedos de una mano: una palmera, dos portales, dos bocacalles y cuatro edificios (dos frontales, uno lateral y unas traseras). Se la encuentra el viandante en el trazado medieval de la ciudad, y más que una plaza parece una chicane entre dos calles rectas, una que llega por el sudeste y otra que continúa por el noroeste. Los honores de plaza —y no plazuela, como lo son las de su breve dimensión— se los debe a la Casa de los Entremeses, que continúa más allá encajada por la estrechura de la calle de las Beatas, una casa noble de cuatro plantas dieciochescas.

         El nombre de las plazas con el tiempo se desvirtúa y se convierte en literatura. No puede uno pasar por su escasez de realidad sin imaginar en el vacío un coro de mujeres con velo negro y manos orantes. Es lo que a mí se me ocurre, pero otros prefieren actualizarlo: la forma catalana del nombre, «Beates», solo necesita una ele en medio para cambiar el paradigma de la imaginación: «Beatles». El nombre original deriva de la Orden Tercera de las religiosas dominicas, fundada por Sor Juana Morell en Barcelona, en 1522.  Beatas era el apelativo que las distinguía de las religiosas de la Orden Segunda, y su convento estuvo ubicado en esta plaza, en las inmediaciones del gran monasterio dominico de Santa Catalina, derribado en el siglo XIX y convertido en un mercado que hoy luce una reforma espléndida, con una cubierta espectacular, obra del añorado arquitecto Enric Miralles y de Benedetta Tagliabue.

         Entre las pocas cosas que hay, no existe ningún banco ni asiento público, pero el último día que atravesé la plaza y estuve fotografiándola, bajo las ventanas del Círculo Artístico de Sant Lluc, que solo ofrece su fábrica lateral, dos balcones y tres ventanas, algún vagabundo había colocado un sofá de salón, de color verde intenso con algunas sombras de tizne, junto al que guardaba, entre cartones y plásticos, otras míseras pertenencias. Con ser un objeto poco apetecible para el descanso, allí, junto a los pilones de la basura, recreaba un hogar inexistente. O mejor, su simulacro, una imagen que provocaba en el paseante ocioso una cierta compasión, casi un reflejo, por la pobreza del mendigo y también de la historia de la propia plaza, que —como anota Franz Kafka en su Diario del año 1911— «es en realidad la compasión por el triste destino de tantas aspiraciones nobles y sobre todo de las nuestras».