Como si estuviera la corporación
entera dedicada a sorprender cada día a sus usuarios, últimamente Correos me recrea
con espectáculos inéditos. Como aquel día en el que recibo en mi casa una carta
que había enviado tres días antes a un amigo. Sin ninguna anotación de
«Devuelto» ni «Desconocido» ni nada que tan desolador resulta cuando ocurren
estas cosas. Compruebo la dirección. Está perfecta. El destinatario la espera.
¿Qué ha ocurrido? Acudo a la estafeta para que me echen una mano. Me lo
explican en seguida: ha sido enviada al remitente (consignado en la parte
posterior), en lugar de al destinatario. Un truco fácil, pero efectivo.
El
de hoy lo supera. Me devuelven una carta escrita a otro amigo que hace años
vive en la misma dirección de Santa Cruz de Tenerife. Por encima, ahora sí, las
rayas sobre la dirección y el habitual «Desconocido» que
indica una devolución. Me acuerdo de aquella época en la que los carteros eran
capaces de entregar una carta en una ciudad en la que solo figurara un nombre.
En cierta ocasión recibí un envío en mi domicilio en cuyo sobre figuraba, por
error, el nombre equivocado de otra calle que estaba en la otra punta de la
ciudad. Era el pasado. Llamo a mi amigo y le pregunto: ¿te has mudado de casa y
no me lo has dicho? En absoluto, me responde. Soy yo, lo sé entonces, quien se
ha equivocado. En lugar de 38007, que es su código, he escrito 38005. El resto
de la dirección (nombre, calle, número, portal y piso) está correcto. Un
excelente motivo para devolver la carta. Las máquinas que las discriminan no
comprenden el concepto de error, sin el que ningún conocimiento podría haber existido,
ni siquiera ellas. Tengo la impresión de que la inteligencia artificial nos
convierte cada día en más idiotas.