Un nadador al borde de la
piscina, concentrado antes de lanzarse al agua, eso me parece la Torre de Belem
junto al Tajo cuando me quedo absorto contemplándola. Un nadador sobre el
poyete de salida, inclinado, a punto de saltar, a la espera del disparo que desencadene
el movimiento, pero quieto hasta ese instante. Inmutable. Como de piedra. Hasta
que suene. Y pasan unos minutos, y después unas horas. Unos días. Años.
Décadas. Siglos. Y cada momento es el anterior al inicio de la carrera. Con esa
emoción se contempla la piedra blanca sobre la que el atardecer hace prácticas
de acuarelista novato.
Hemos
llegado aquí tras varias jornadas de autocar. Como si en realidad fuera un
peregrinaje hasta la hierba de este lugar donde nos hemos tumbado a contemplar
la torre que la luz prodigiosa de esta tarde de marzo acuna. Estar en clase día
y noche, sin interrupción, rodeado por los mismos compañeros e idénticos profesores,
los que nos acompañan en el viaje fin de curso del Puig Castellar, está
resultando menos agobiante de lo que pensaba. Cada día lo pasamos en un sitio
diferente, cada noche dormimos en un hotel, o algo que se le parece, distinto.
Eso me ha dado qué pensar. Igual el aburrimiento del estudio no nace de ser
siempre los mismos haciendo las mismas cosas, sino del aula, de los pasillos,
de las calles por las que se llega al instituto, que son como un nadador que
entrase a diario en la piscina bajando la escalerilla.
Lo
he decidido ahora mismo, me quedo aquí, en la torre, ya para siempre. Con el
sonido del chapoteo de la corriente del Tajo contra la piedra, con la
delicadeza de los relieves y cenefas, con su aire de barco de mercancías varado
en la orilla del tiempo. Hasta que no salte el nadador al cauce del río no me
muevo. Que se vuelvan todos a Santa Coloma. Que me dejen solo. Por las noches
saltaré la valla y me alojaré en las estancias de piedra, como un recluta del
ejército manuelino. Por las mañanas ya estaré despierto cuando asome el primer
turista en la taquilla.
Nos toca entrar, oigo que nos gritan.
Visita al interior del imperturbable nadador. Uno de la clase le pregunta al
profe: ¿Por qué se mataban tanto para
construir una simple torre de defensa? ¿Con cuatro muros y una tronera no
hubiera bastado? Espere un instante, profe, que ya voy, necesito apuntar en
mi diario su respuesta, que luego se me olvida: Por desarmarlos con tanta belleza. Y es verdad. Y era otra época. Y
tendré que subirme al autocar luego para regresar a mi siglo.