A mediados de diciembre, en 1927,
estaba de paso, no recuerdo con qué motivo, en Sevilla. Durante años hubiera
jurado que una de aquellas tardes, ya solventados los compromisos, me había
acercado a la calle Orfila para asistir en el salón de actos a la celebración
del tricentenario de don Luis de Góngora, que había nacido en Córdoba. Creo que
por entonces quizá hubiera leído como mucho un par de soneto en alguna antología del
siglo de Oro, poco más. Pero alguien me citó el elenco de poetas jóvenes que lo
protagonizaban —Alberti, Lorca, Guillén, Bergamín, Dámaso y otros que no
recuerdo— y me animé a acudir al Ateneo. A alguno lo conocía, claro; de los
demás había oído hablar más que haberlos leído. Diría incluso que recordaba
perfectamente la incomodidad de la butaca durante toda la tarde, pero en ningún
momento se me ocurrió pensar que podría abandonar la sala y dedicar el viernes
a otra cosa.
Pero
creo que eso es lo que hice, según leo ahora en el cuaderno de mi diario, por
llamarle de alguna manera. Eran solo anotaciones apresuradas, nombres, datos,
palabras sueltas, pero no hay duda de que el viernes 16 de aquel mes y de aquel
año no estaba en el Ateneo. Tal como certifica la página dedicada a ese día,
pasé la tarde en un café de la calle Sierpes donde había quedado, por
indicación de un periódico, con Manuel Pérez. No era poeta, sino mecánico, pero
aquella tarde en Sevilla me pareció un soñador de la estirpe de Bécquer. A una
bicicleta le había añadido dos flotadores de aluminio sujetos al bastidor, una
hélice y un timón, y el pedaleo hacía avanzar el velocípedo sobre las aguas del
Guadalquivir como en un milagro bíblico actualizado a los tiempos modernos. Y
algo de poeta es posible que tuviera, porque hasta le puso nombre: bici-flotante. Aquel fin de semana
estuve transcribiendo la entrevista a Manuel Pérez, y en el cuaderno
anoté incluso el título, para que no se me olvidara: «1927 ha entrado en la
historia: el año en el que las bicicletas han aprendido a nadar».