Aún
recibe visitas el poeta. Las dos ventanas que durante años dieron hacia el río
ahora miran a un interior sin muebles, de planta circular y vieja tarima en el
suelo. Las gaviotas revolotean alrededor. Enero agita las ramas secas de los
árboles de ribera como lo harían los ancianos del lugar durante una visita
histórica con sus banderas infantiles de apolillada tela.
El
río olvida cuanto sabe. El señor del que te he hablado se ha quedado largo rato
contemplando la superficie. Como si tratara de leer una página sumergida en la
corriente. No era alto, ni tampoco bajo. Una frente amplía, eso sí, despejada,
era lo único que le recuerdo. El cabello peinado hacia atrás. Vestía un abrigo
pardo, de solapas anchas, que le ocupaban todo el pecho. De paño. El corte un
poco amanerado, no lo ha comprado por aquí. Al referirse a él, su acompañante
le llamaba Paul. No dice casi nada un nombre. Ni sé por qué lo recuerdo.
En
Tubinga nos conocemos todos. Cada ventana tiene una mirada que, en invierno, se
acostumbra a discernir el grado de la oscuridad. El día transita fugaz por
ella. Hay quien desde su cuarto reconoce las personas que han pasado por las
huellas que dejan sobre el hielo. Los zapatos de ciudad que llevaba el
forastero darán qué pensar a más de uno, pero si advierte que se dirige hacia
la torre del poeta dejará de calentarse la cabeza.
Dicen
que recibía visitas. En su tiempo nadie daba nada por lo que sacarían en claro de
su conversación, es lo que dicen los mayores que lo escucharon de sus mayores.
Hoy, cuando vuelve alguien a mirar las ventanas desde la orilla del Neckar, me
parece que aún ha de sacar menos. El señor Paul da la impresión de que mire con
ceguera. Ha anotado algo a lápiz en un pequeño cuaderno, que después guarda en
el bolsillo interior del abrigo.
Hablaban
entre ellos en alemán. Me he acercado, haciéndome el tonto, por oírles. No
reconozco el acento y menos interpreto sus cuchicheos. No sé por qué razón me
ha impresionado esta pareja que ha venido a visitar a nadie, que ya era nadie
cuando estaba vivo. Dicen de Hölderlin que fue también un profundo pensador. Yo
me lo creo todo. No tengo paciencia para los libros. Solo las revistas y en las
revistas no salen los poetas. Tampoco sé si los visitantes lo son. De hecho, no
sé nada.
Si
me acercase a hablar con los dos, confieso que tentaciones he tenido, creo que la
conversación no nos conduciría a ninguna parte. Como mucho a saber de dónde
vienen o cuándo piensan partir. Le preguntaría al señor Paul por las raíces del
mundo y qué me iba a responder. Nada. Lo mismo que sacaban quienes acudían a
visitar a la eminencia encerrada saco yo de los que ahora vienen a
visitar la torre. Un balbuceo de trivialidades. Un responso como los del cura
cuando alguien se muere, que a todos despide con idénticos elogios.