A veces paso en
autobús por la antigua avenida Borbón, desde 2019 convertida en república de
las apelaciones populares como Avinguda
dels Quinze en recuerdo de los quince céntimos que costaba el billete de
tranvía desde el centro de la ciudad hasta esta zona fronteriza entre los
antiguos municipios de Horta y de San Andrés del Palomar. Al paisaje urbano
actual aún sobrepongo el largo trazado de paneles de pared idénticos, con
ventanas iguales que no servían para ver desde dentro ni relajaba contemplarlas, y el enorme portón por donde entraban y salían autobuses vacíos. Las cocheras
de los Quince. Me pregunto si Carmen Laforet pasaría alguna vez en tranvía por delante
y si al mirar hacia la enorme techumbre ondulada de la instalación se le
ocurriría ni siquiera delirar que ahí en medio, algún día, le dedicaría una
plaza la ciudad que con tanta exactitud describió, con la lucidez que le otorgó
quizá el escaso tiempo que vivió en ella.
La ciudad es el ámbito natural de las
paradojas. El nombre que perdió la avenida lo perpetúa un gran letrero en la
instalación municipal Cocheras Borbón, que no cuida en su interior vehículos de
motor como parece anunciar, sino vecinos que quieren hacer deporte. La historia
de las Cocheras en el paraje de Torre Llobeta arraiga desde el inicio mismo de
los transportes colectivos. A finales del siglo XIX, un tranvía tirado por
caballos lo eligió como lugar para el descanso nocturno de los animales que realizaban
el trayecto. Cuando en 1901 se electrificó el recorrido, también se necesitaba
dónde alojar los convoyes y se reestructuraron las cuadras. Incluso
construyeron una capilla, lo que indica lo lejos que se encontraba de cualquier
zona habitada. El monótono paredón de las Cocheras que contemplaba en los
autobuses de mi adolescencia era una obra de los años cincuenta. En los pasados años noventa, la empresa fue
liberando poco a poco terrenos, hasta que desapareció por completo del barrio,
ya urbanizado por los cuatro costados. Su existencia ha sido un buen emblema
del siglo XX, una época que la tecnología ha dejado prematuramente anticuada. En
su lugar hoy queda un hermoso parque donde los dueños pasean a sus perros, unas
instalaciones sanitarias de enigmático uso, un pabellón deportivo y un hueco
entre construcciones al que han denominado plaza Carmen Laforet.
La plaza es un corredor alargado entre tipos
contrapuestos de arquitectura. Por una parte, el piso de David, los bloques de
viviendas de protección oficial de los años cincuenta, con la humilde y cálida
fábrica de color ambarino del ladrillo visto, con ventanas pequeñas alineadas en
forma de muestrario de chapuzas en aluminio y diferentes generaciones de
toldos. Enfrente, el presupuesto de Goliat, el despliegue horizontal y
amurallado del hormigón, disfrazado con una afable vestimenta de listones de madera.
Y en medio, entre exóticas palmeras, una hilera de bancos para contemplar el vacío alrededor del cual los monopatinadores, únicos amantes de las plazas
duras, realizan carreras que recuerdan a las que los romanos organizaban en sus
circos. Nada que evoque, salvo la placa de mármol con su nombre, a Carmen Laforet.
Ni siquiera se aventuró por las inmediaciones Andrea, su personaje novelesco,
quien sí dejó noticia del tipo de plaza que le gustaba: «Santa María del Mar
apareció a mis ojos adornada de un singular encanto, con sus peculiares torres
y su pequeña plaza, amazacotada de casas viejas enfrente. (...) Estuvimos allí
un rato y luego salimos por una puerta lateral junto a la que había vendedoras
de claveles y de retama. Pons compró para mí pequeños manojos de claveles bien
olientes, rojos y blancos». Si hay una plaza opuesta a la que le gustaba a
Andrea es la de su creadora, en la que hoy Pons no podría ni siquiera regalarle
el periódico del día o invitarla a tomar un café.