3 de octubre, domingo. ¿Vemos lo real o su relato informático?

Quienes hablan de la decadencia de los valores en el presente, como ahora estoy haciendo yo, deberían poner ejemplos. Decir a qué valores se refieren. Porque uno va al cine, lee periódicos, escucha a los políticos y a los sabios y por todas partes salen a relucir los valores más rancios que conoce, asentados sobre el terreno con una vigencia a prueba de generaciones revolucionarias. Estos días, sin embargo, ando dándole vueltas a una de las ideas esenciales, el tiempo. Pero no el que preocupaba a Martin Heidegger o a Henri Bergson, sino el otro, el importante, el meteorológico.

         El interés por el clima ha sido, desde que recuerde, una constante en mí. Lo he achacado siempre a mis ancestros, que hasta mis abuelos fueron siempre personas de campo. En escrutar el cielo e interpretarlo bien les iba la cosecha. Por cierto, era lo mismo que hacían los filósofos antiguos, especular, es decir, mirar el cielo a través de un espejo (speculum). Además de la conexión con los orígenes, siempre me ha interesado la meteorología por razones prácticas. Saber si he de tender la colada fuera o dentro, o como repertorio de diálogos de ascensor. Para quienes la timidez social les impedirá comprender por qué razón hay que mantener conversaciones con desconocidos, el clima es un salvavidas lanzado desde el barco del que se despeñan cada vez que aparece un vecino con la pretensión de subir en el mismo viaje.

         Son estos los precedentes que explican la alegría que tuve, en primera instancia, al ver que, tras una actualización obligatoria de mi ordenador, apareció en la barra de tareas un añadido de información meteorológica con tres elementos. Un icono con el pronóstico, la temperatura ambiente en la calle y una explicación detallada de ambos. Lo que más me interesó, claro, es la medición. Saber qué grados hace en el exterior satisface una necesidad de conocimiento esencial. Hace años compré un termómetro de ventana, lo fijé con un taco en el alféizar y lo consultaba con frecuencia. Pero cuando me mudé de casa se me olvidó traérmelo. Cuando paso delante suelo fijarme en que el nuevo inquilino aún lo conserva, como era un primer piso lo compruebo desde la calle. Ahora, por fin, ya no lo echaré en falta. El ordenador me informa.

         Además de la temperatura, el icono dibuja lo que veo por encima de la pantalla, que es el cielo encuadrado en la ventana, y el texto me lo explica. Por ejemplo, ahora se ven nubes dibujadas y leo «Mayorm. nublado». Levanto la vista y veo un cielo mayormente nublado. El mundo me parecía sincronizado hasta que hace tres o cuatro días leí, con pavor: «Lloviendo ahora». Estaba nublado, pero en la ventana no se apreciaban las gotas. Me levanté, alargué un brazo por la ranura que mantenía abierta —y que debería cerrar si llovía— y la intemperie me lo devolvió tan seco como lo tenía antes. Escruté la calzada, y ni una gota. Volví al ordenador y ahí seguía el pronóstico: «Lloviendo ahora».

         Me ha tenido trastornado esta asimetría entre la información y la experiencia en un ámbito tan delicado como el meteorológico, donde se asientan mis bases filosóficas del conocimiento. No conseguir saber si, en realidad, está lloviendo o no está lloviendo me parece el mayor hachazo a un valor que recibe mi conciencia en años. Alrededor vi tambalearse mis concepciones más íntimas. Con el paso de los días, he tratado de distanciar el problema, dada la imposibilidad de resolverlo. 

         Un buen paseo y la observación meticulosa de la arquitectura me han devuelto la confianza en mí mismo. En la Villa Olímpica, frente a la playa y al embarcadero, en un lugar privilegiado, se alza desde hace años el edificio de la Agencia Estatal de Meteorología, un bloque monolítico de planta circular con diversos vanos, estrechos, en los que se abren sendas ventanas perpendiculares a la fachada, es decir, enfrentadas a sí mismas, de modo que su visión se restringe al otro lado de la misma oficina donde se encuentra, sin que desde el interior se tenga acceso a ninguna panorámica exterior. Siempre lo había considerado como una construcción desafortunada, fea, bunkerizada.  Pero ahora, el comprender su funcionalidad ha cicatrizado mi herida. Es un edificio levantado sin ventanas para que nunca ocurra lo que me pasó a mí el otro día. Para que nunca que la realidad interfiera en un buen pronóstico.