Quienes hablan de la decadencia de los
valores en el presente, como ahora estoy haciendo yo, deberían poner ejemplos.
Decir a qué valores se refieren. Porque uno va al cine, lee periódicos, escucha
a los políticos y a los sabios y por todas partes salen a relucir los valores
más rancios que conoce, asentados sobre el terreno con una vigencia a prueba de
generaciones revolucionarias. Estos días, sin embargo, ando dándole vueltas a
una de las ideas esenciales, el tiempo. Pero no el que preocupaba a Martin
Heidegger o a Henri Bergson, sino el otro, el importante, el meteorológico.
El
interés por el clima ha sido, desde que recuerde, una constante en mí. Lo he
achacado siempre a mis ancestros, que hasta mis abuelos fueron siempre personas
de campo. En escrutar el cielo e interpretarlo bien les iba la cosecha. Por
cierto, era lo mismo que hacían los filósofos antiguos, especular, es decir,
mirar el cielo a través de un espejo (speculum).
Además de la conexión con los orígenes, siempre me ha interesado la
meteorología por razones prácticas. Saber si he de tender la colada fuera o
dentro, o como repertorio de diálogos de ascensor. Para quienes la timidez
social les impedirá comprender por qué razón hay que mantener conversaciones
con desconocidos, el clima es un salvavidas lanzado desde el barco del que se
despeñan cada vez que aparece un vecino con la pretensión de subir en el mismo
viaje.
Son
estos los precedentes que explican la alegría que tuve, en primera instancia,
al ver que, tras una actualización obligatoria de mi ordenador, apareció en la
barra de tareas un añadido de información meteorológica con tres elementos. Un
icono con el pronóstico, la temperatura ambiente en la calle y una explicación
detallada de ambos. Lo que más me interesó, claro, es la medición. Saber qué
grados hace en el exterior satisface una necesidad de conocimiento esencial.
Hace años compré un termómetro de ventana, lo fijé con un taco en el alféizar y
lo consultaba con frecuencia. Pero cuando me mudé de casa se me olvidó
traérmelo. Cuando paso delante suelo fijarme en que el nuevo inquilino aún lo
conserva, como era un primer piso lo compruebo desde la calle. Ahora, por fin,
ya no lo echaré en falta. El ordenador me informa.
Además
de la temperatura, el icono dibuja lo que veo por encima de la pantalla, que es
el cielo encuadrado en la ventana, y el texto me lo explica. Por ejemplo, ahora
se ven nubes dibujadas y leo «Mayorm. nublado». Levanto la vista y veo un cielo
mayormente nublado. El mundo me parecía
sincronizado hasta que hace tres o cuatro días leí, con pavor: «Lloviendo
ahora». Estaba nublado, pero en la ventana no se apreciaban las gotas. Me
levanté, alargué un brazo por la ranura que mantenía abierta —y que debería
cerrar si llovía— y la intemperie me lo devolvió tan seco como lo tenía antes. Escruté
la calzada, y ni una gota. Volví al ordenador y ahí seguía el pronóstico:
«Lloviendo ahora».
Me ha tenido trastornado esta asimetría entre la información y la experiencia en un ámbito tan delicado como el meteorológico, donde se asientan mis bases filosóficas del conocimiento. No conseguir saber si, en realidad, está lloviendo o no está lloviendo me parece el mayor hachazo a un valor que recibe mi conciencia en años. Alrededor vi tambalearse mis concepciones más íntimas. Con el paso de los días, he tratado de distanciar el problema, dada la imposibilidad de resolverlo.
Un buen paseo y la observación meticulosa de la
arquitectura me han devuelto la confianza en mí mismo. En la Villa Olímpica, frente
a la playa y al embarcadero, en un lugar privilegiado, se alza desde hace años
el edificio de la Agencia Estatal de Meteorología, un bloque monolítico de
planta circular con diversos vanos, estrechos, en los que se abren sendas ventanas
perpendiculares a la fachada, es decir, enfrentadas a sí mismas, de modo que su
visión se restringe al otro lado de la misma oficina donde se encuentra, sin
que desde el interior se tenga acceso a ninguna panorámica exterior. Siempre lo
había considerado como una construcción desafortunada, fea, bunkerizada. Pero ahora, el comprender su funcionalidad ha
cicatrizado mi herida. Es un edificio levantado sin ventanas para que nunca
ocurra lo que me pasó a mí el otro día. Para que nunca que la realidad interfiera en un
buen pronóstico.