De niño,
lo recuerdo bien, el término «plaza Sanllehy» significaba para mí el fin del
mundo conocido. Creo que no me llevaron nunca a verla, eso acendra aún más el
mito, que se mantenía inalterable como límite a partir del cual no existía
ciudad. Ignoro de dónde sacaría esta idea, sobre todo porque unos años más
tarde mi familia se iba a trasladar a uno de los barrios del otro lado, los
inexistentes. Mis tíos no vivían lejos y en la infancia íbamos con frecuencia a
visitarlos. El nombre de la plaza se repetía en las conversaciones de mis
primos y del contexto extraje aquella idea de Finisterre que aún hoy resuena
cuando lo escucho.
No fue el único problema filosófico que
recuerdo haber tenido con esta plaza. Su escritura fue un enigma durante años
de colegio. La enseñanza de la lengua que me habían dado resultaba insuficiente
para caligrafiar la extraña sonoridad de la palabra Sanllehy (aún ahora he de consultar cómo se escribe correctamente).
Tampoco tenía certeza de su pronunciación, unos decían sanyei y otros sanyeí
(enigma que todavía hoy no he resuelto). Y desconocía, porque no se explicaba
en el colegio, el personaje que había detrás del apellido sin nombre de la
placa. Hoy sé que fue, además de alcalde, un visionario: presidió la Sociedad
de Atracción de Forasteros de Barcelona. En la historia de la ciudad no ha
existido una entidad con más éxito en sus propósitos.
No iban desencaminadas mis intuiciones
de infancia. Es una plaza de frontera, quizá la más fronteriza de la ciudad. En
su espacio confluyen los barrios de Gracia, al sur; El Coll del Portell, al
oeste; El Carmelo, al norte y El Guniardó, al este. Una auténtica rosa de los
vientos. Comparte con esta tipología de plaza el ser una compleja encrucijada
del tráfico rodado, pero a diferencia de otras plazas fronterizas, muy
frecuentadas, a la plaza Sanllehy la descubro casi siempre vacía. Hoy, tras una
década de obras y despropósitos, luce una urbanización moderna, con una
estructura de hormigón para salvar el desnivel, disimulada con parterres
frondosos y bien cuidados donde solo veo solitarios paseantes de perro o
despistados como yo, que me he sentado en un banco con un libro de Dionisia
García en el que subrayo los versos que estoy leyendo: «Un aire triste /
ofrecen las acacias / y las plazas que ahora desconozco». Quizá porque el fin
del mundo no estaba en el más allá de la plaza sino en el más allá del tiempo
de quien ahora la describe.