15 de septiembre, miércoles. Alegato contra el individualismo

Leo un libro de poemas que publicó en 1966 un poeta cuyo nombre no aparece en ningún recuento panorámico y menos en las antologías. Para mí, también desconocido. La colección, sin embargo, publicó libros de los que aún se habla. Lo encuentro en San Antonio y lo compro por un euro. El ejemplar está sucio y maltrecho. Lo limpio con un trapo, lo cuido como haría un veterinario con un cachorro extraviado en el bosque. El papel es bueno y la tipografía se lee con gusto. Curiosidades de la época, en la página de crédito aparece impresa la dirección personal del poeta. En 1966, claro. Y una extraña mención sobre este dato: «Edición del autor». Repaso los libros de la misma colección que tengo y no aparece nada parecido. ¿Sería un signo de lo que hoy se conoce como «autoedición»?

En todo caso, es un elemento singular de este libro. En cierta ocasión, de paseo por el Paralelo con el novelista Antonio Rabinad, me hizo entrar en un bar para que viera la hora. Miré el reloj y le dije: «Las cinco y cuarto». ¿Dónde está el reloj?, me preguntó. Y caí en la cuenta: toda la pared del bar era una cristalera y el reloj se veía reflejado en ella. Así que me puse a buscarlo, y no tardé en descubrir el hallazgo. El reloj estaba en el tramo de pared sobre el alféizar de entrada, pero no era un reloj cualquiera, los números estaban puesto al revés y las manillas corrían en sentido inverso, para que lo pudiera reflejar el cristal de manera convencional. Como Rabinad era un clásico, sentenció la experiencia con un adagio: «Cada bar tiene siempre algo que no tiene ningún otro, y hay que descubrirlo». No he olvidado la lección, y aunque visite pocos bares nuevos, porque lo único que me gusta es volver a los bares donde ya he estado, aplico la enseñanza sistemáticamente a los libros. Y aun en el más humilde encuentro algo que le es propio.

La lectura del libro resulta agradecida. El autor perteneció al círculo de Miguel Labordeta, según descubro en Internet, y se le nota. De todas formas, a los aciertos que disfruto me encantaría quitarle mucha retórica de la época que hoy suena a chatarra. Quedarían unos versos estupendos para leerlos en el siglo XXI. Los poemas tendrían que poder ser remodelados por las generaciones posteriores con naturalidad, como ocurría en las civilizaciones y períodos que carecían de escritura. La poesía era un corpus único que se iba adecuando a las sensibilidades de cada época. En lugar de aumentar desproporcionadamente el volumen de la poesía existente, con libros y libros que desaparecen igual que aparecen, la lírica debería crecer desde un reducido número de poemas modificados por cada generación, a la manera de los cantares épicos.

Se me dirá que ya ocurre algo así con la tendencia a la clonicidad de tantos escritores; hay una diferencia esencial, los copistas actuales deterioran el modelo, pero el propósito de la panlírica generacional sería, claro, mejorarlo.