Leo un libro de poemas que
publicó en 1966 un poeta cuyo nombre no aparece en ningún recuento panorámico y
menos en las antologías. Para mí, también desconocido. La colección, sin
embargo, publicó libros de los que aún se habla. Lo encuentro en San Antonio y
lo compro por un euro. El ejemplar está sucio y maltrecho. Lo limpio con un
trapo, lo cuido como haría un veterinario con un cachorro extraviado en el
bosque. El papel es bueno y la tipografía se lee con gusto. Curiosidades de la
época, en la página de crédito aparece impresa la dirección personal del poeta.
En 1966, claro. Y una extraña mención sobre este dato: «Edición del autor».
Repaso los libros de la misma colección que tengo y no aparece nada parecido.
¿Sería un signo de lo que hoy se conoce como «autoedición»?
En todo
caso, es un elemento singular de este libro. En cierta ocasión, de paseo por el
Paralelo con el novelista Antonio Rabinad, me hizo entrar en un bar para que
viera la hora. Miré el reloj y le dije: «Las cinco y cuarto». ¿Dónde está el
reloj?, me preguntó. Y caí en la cuenta: toda la pared del bar era una
cristalera y el reloj se veía reflejado en ella. Así que me puse a buscarlo, y
no tardé en descubrir el hallazgo. El reloj estaba en el tramo de pared sobre
el alféizar de entrada, pero no era un reloj cualquiera, los números estaban
puesto al revés y las manillas corrían en sentido inverso, para que lo pudiera
reflejar el cristal de manera convencional. Como Rabinad era un clásico,
sentenció la experiencia con un adagio: «Cada bar tiene siempre algo que no
tiene ningún otro, y hay que descubrirlo». No he olvidado la lección, y aunque
visite pocos bares nuevos, porque lo único que me gusta es volver a los
bares donde ya he estado, aplico la enseñanza sistemáticamente a los libros. Y
aun en el más humilde encuentro algo que le es propio.
La
lectura del libro resulta agradecida. El autor perteneció al círculo de Miguel
Labordeta, según descubro en Internet, y se le nota. De todas formas, a los
aciertos que disfruto me encantaría quitarle mucha retórica de la época que hoy
suena a chatarra. Quedarían unos versos estupendos para leerlos en el siglo
XXI. Los poemas tendrían que poder ser remodelados por las generaciones
posteriores con naturalidad, como ocurría en las civilizaciones y períodos que
carecían de escritura. La poesía era un corpus
único que se iba adecuando a las sensibilidades de cada época. En lugar de
aumentar desproporcionadamente el volumen de la poesía existente, con libros y
libros que desaparecen igual que aparecen, la lírica debería crecer desde un
reducido número de poemas modificados por cada generación, a la manera de los cantares
épicos.
Se me dirá que ya ocurre algo así con la tendencia a la clonicidad de tantos escritores; hay una diferencia esencial, los copistas actuales deterioran el modelo, pero el propósito de la panlírica generacional sería, claro, mejorarlo.