Me
despierto con la sensación de haber tenido una noche de sueños ajetreados. No
recuerdo ninguno. O quizá solo una sombra. Diría que, una vez más, transcurren dentro
de una aula. Me doy cuenta ahora, casi dos años después de haberlo abandonado,
de lo mucho que me gustaba mi trabajo de profesor y de cuánto lo añoro. Es
curioso, descubro lo que no vi en tantos días de cinco horas seguidas de clase.
Creo que el subconsciente, que duerme durante el día para poder corretear
despierto por las noches, no ha sabido nunca lo que es trabajar: cumplir un
horario, apechugar con las condiciones del clima —frío, calor, humedad—, con
las circunstancias cambiantes de los adolescentes y jóvenes ahí sentados, qué
sé yo, tantos aspectos agotadores que mientras se producían el fabricante de
sueños roncaba, como un principito en su reino de tules y terciopelos. Y ahora
es él, el de las manos impolutas, quien reivindica dentro de mí el trabajo que
nunca desempeñó.
[Libro V, Epigrama III]