16 de enero, domingo. Plaza Lesseps

La que le dedica la ciudad al cónsul francés Ferdinand de Lesseps, que vivió en esta zona entre 1842 y 1848, es un magnífico ejemplo de plaza imposible, aunque también podría denominare Frankenstein. Un lugar que nunca se ha encontrado a sí mismo. Frontera entre los grandes barrios del norte —San Gervasio, Gracia, Coll del Portell—, es sobre todo el inicio y el final de grandes avenidas, así como el incómodo cauce para un empeño esperpéntico: una autopista urbana. Ha sufrido continuas transformaciones para adecuarse al pensamiento urbanístico de cada momento: una gran obra en 1950 para expandirse como enclave urbano donde no existía ese espacio, otra en 1965 para escenificar el dominio absoluto del tránsito rodado por todas partes, de nuevo en 1970 para albergar una vía rápida en sus entrañas, que en 2003 necesitó ampliar el túnel y su subterfugio, el espacio público, y por último, en 2010, para devolvérsela (en teoría) a los viandantes. En el poema «Le Cygne» Charles Baudelaire había sentenciado la desaparición del viejo París con un paréntesis entre dos versos —«(la forme d'une ville / Change plus vite, hélas! Que le coeur d'un mortel)»— que se puede aplicar perfectamente aquí: la forma de una plaza cambia más rápido, ay, que el corazón de sus cronistas. No he tenido en mi vida ideas tan diversas de la vida como las que ha manifestado cada una de las formas de la plaza Lesseps.

         A diferencia de otras plazas remodeladas en el siglo XXI, no guardo ningún recuerdo especial de los trazados antiguos. Desde muy pronto la plaza se dividió en dos partes y siempre resultó ingrata para los peatones. En eso se puede decir que fue intensamente barcelonesa, ciudad que concebía sus plazas solo desde el punto de vista del volante de un turismo. Aún la forma actual, cuyas obras concluyeron en 2013, sigue siendo un galimatías para cualquier transeúnte, que ha de atravesar no menos de tres semáforos si quiere ir del costado mar al costado montaña, y otros tres si sigue por este recorrido, a su vez babor, o estribor, de una gran barcaza simbólica. La ampliación del túnel ha dejado a ambos extremos sendas elevaciones acabadas en punta a modo de proa y popa, sin que se sepa cuál es una y cuál otra. Lo que no es baladí, porque desde ningún lugar de la plaza se consiguen percibir las dimensiones de una manera clara. Un barco simbólico, pero varado. Con ser estos extremos un espacio singular, un entablado vacío en cuesta, ideal para concentraciones amistosas, rara vez nadie los pisa. El lado sur se ha proyectado como un parque urbano, pero uno se siente incómodo: hay diversos caminos que van al mismo sitio y uno no sabe por cuál seguir, los árboles son demasiado bajos y los espacios que crean resultan mezquinos. El lado norte es un pequeño desierto de hormigón con un cubo gigante como gran emblema aún no he averiguado de qué.

         El edificio que se construyó para dar sentido ciudadano a la plaza Frankenstein fue la biblioteca Joan Fuster, inaugurada en 2005. Es una instalación dinámica: tiene una pequeña sala de exposiciones, un pequeño auditórium, algunas salas de lectura pequeñas en sus grandes dimensiones de hangar. Aunque reconozco que dentro me siento a gusto. Para mi memoria personal, sin embargo, el edificio emblemático de la plaza está enfrente. La Escuela Rius i Taulet. La Ley General de Educación de 1970 fue pisándome los talones a lo largo de mi vida de estudiante, pero antes de que se promulgara, posiblemente aquel mismo año, aún me tocó padecer las célebres reválidas de la ley anterior. Los estudios se cursaban en el colegio, pero se examinaban en la institución. Y me veo a mí mismo en los inmensos corredores, techos altos, paredes desconchadas y sucias, con un estuche en la mano, asustado por la enorme inseguridad que produce el ser consciente de que uno no sabe nada. Aunque, sorprendentemente, saqué buenas notas. Tal vez por eso recuerde el viejo caserón de la escuela, hoy reformado con decoración de pastelería, con cariño.