La plaza del Raspall, tan discreta, se
ha puesto de moda a la hora del vermut. También el vermut, que se recordaba
como costumbre de otro tiempo, se ha puesto de moda. Y la coincidencia de ambas
modas llena esta plaza escondida con jóvenes (y no tan jóvenes) alternativos (y
no tan alternativos) los fines de semana. Mesas llenas, personas en pie,
cervezas en mano, conversaciones incesantes, ríos de conversaciones. Luego,
cuando la plaza del Raspall se quede en silencio, que es su manera de ser, ¿dó
se irán tantas palabras? ¿quién construirá con ellas el nuevo mundo al que
aspiran?
El
antiguo mundo es el que vertebra este discreto cuadrado con árboles y edificios
de poca altura. Es la zona tradicional de los gitanos de Gracia, que en ella han arraigado,
han prosperado y mantienen una personalidad propia. Una etnia que ha dado
nombres célebres de la música popular y, sobre todo, un género de mestizaje
nuevo: la rumba catalana; mitad flamenca, mitad indiana. Y el corazón del
barrio latía en el interior del bar Resolís, en la plaza. Hoy el bar ha
sufrido la misma metamorfosis que el barrio y ha pasado a ser el centro
neurálgico de los movimientos antisistema. La convivencia entre lo que fue y lo
que es nunca resulta sencilla, aunque la batalla solo se da, por lo que se
puede ver, en la existencia e inexistencia de una F mayúscula. La plaza del
Raspall luce la placa de la vía que la atraviesa por el oeste, la calle PROFETA, nombre al que los más jóvenes
les gusta borrar la letra F, dando lugar a un lema diferente, más próximo a sus
nostalgias. Los gitanos de la asociación romaní se suben a una escalera y
vuelven a pintar la F con trazo compungido por el insulto a sus creencias, que
los jóvenes de los fines de semana de nuevo borrarán para reiterar el hallazgo.
Para los lentos meses del confinamiento elegí ir a comprar el pan a la panadería más alejada de mi domicilio, por enmascarar en esa salida esencial el paseo prohibido. Con el paso de los días establecí un itinerario por el que me gustaba pasar. Abandonaba las calles amplias del Ensanche por la calle Igualada, pasaba frente al edificio donde nació Monsterrat Caballé, giraba en la placita de Gato Pérez y atravesaba después por el centro la plaza de Raspall, ensimismada y solitaria, con la cúpula que forman los cinco plátanos que se alzan a su alrededor pletórica de trinos y gorjeos. No se me ocurrió dedicarle un poema, si lo hubiera hecho, sin duda, se parecería mucho al que escribió el poeta suizo Markus Hediger en las mismas fechas a una plaza que no parece muy diferente a la que yo cruzaba: «Desiertas, calle y plazuela. Ausencia / de ruido, castaños en flor. Pero ¡mira! / han vuelto del exilio, / el carbonero y el mirlo, el cuco a lo lejos, / las aves en los tiempos del corona».