2 de diciembre, jueves. El escritor de epitafios

Anoche seleccioné para ver una película de Terrence Malick que no conocía, La vida oculta (2019). Su sello aparece desde el primer momento: una voz deshilada de los personajes fuera de la pantalla, como narradores, y unas imágenes estáticas grandilocuentes. Me atrae su forma de mostrar la vida rústica, el aire mítico con el que presenta los trabajos de campo, de un modo muy parecido a cómo los griegos filmarían los de Sísifo de haber inventado también el cine. Es interesante su manera de captar las escenas amorosas entre los personajes, con una espontaneidad adolescente que deleita. Y lo más alucinante de la cinta, los planos deformados de los personajes que emulan la arbitraria perspectiva con la que Egon Schiele pintaba los suyos. Todo ello me encandila durante una hora y media, y aunque el director cambie constantemente de localización para los lugares —la aldea de montaña, la casa de madera, las cuadras— donde transcurre la misma acción —girando de modo reiterado sobre sí misma—, viendo que aún estoy por la mitad, decido hacerle caso a la somnolencia que aparece y lo dejo para continuar mañana, como si fuera otro capítulo de una serie.

         Al acostarme temo sufrir alguna pesadilla. La digestión parece aún no concluida y eso trae funestos presagios. Sin embargo, me deslizo por un sueño delicioso. Ocurre en dos salas contiguas de un tanatorio, en las que se velan sendos fallecidos. Una pareja se conoce en estas circunstancias, que por una parte les acercan y por otra, obvia, impiden cualquier acercamiento. El amor que prende entre ellos en ese instante, durante el doble velatorio, toma la forma de una constante preocupación de uno por el otro, una dedicación a cuidarse mutuamente. Duermo entregado al sueño cuando, de repente, uno de los personajes desvela el epitafio que ha escrito para la lápida de su padre. Al otro personaje la idea le encanta, pero a mí casi me despierta la sorpresa: «La vida es lo que importa. No lo olvides». Cuento las sílabas, porque ya me sonaba oír un endecasílabo. No hay que tocar nada. Aun dentro del sueño me repito una y otra vez el epitafio —tal vez lo quiera para mí, robándoselo al onírico autor—, para recordarlo en la vigilia. Y nada más despertarme, aquí está mi epitafio, anotado en el diario. Tan brillante en la luz como cuando brillaba en la oscuridad. Ahora, lo ideal es que no lo necesite durante un tiempo.