No sé si
los músicos de jazz que se quedan en el local después de la actuación tocando
entre amigos luego, al día siguiente, se sientan a escribir las notas que la
noche anterior aparecieron de modo improvisado. Tampoco yo pensaba hacerlo,
incluso lo argumenté: «Hay cosas que se pueden decir —dije— y suenan bien, pero no estoy seguro de que se puedan escribir». Ocurrió en una presentación
virtual (como la mayoría de lo que ocurre
en el presente) de la traducción al castellano de La dona bilingüe (La mujer
bilingüe), un libro de la poeta Raquel Casas Agustí que acaba de publicar
Bartleby. Me cedieron la palabra, no tenía nada que decir, quiero decir, había redactado
en el volumen un prólogo de seis páginas —1.548 palabras— y no me apetecía
repetir lo que ahí estaba escrito. Así que dije que iba a improvisar unas
impresiones de lectura menores y lo hice. Y a la mañana siguiente, o unos días
después, me he sentado a ponerlas por escrito, como haría un músico de jazz
comprometido con su instrumento.
Al margen de las lecturas críticas,
concretas, que tenga un libro, siempre cabe hacer otras más, digamos, etéreas.
A mí me gusta mucho leer los libros desde el punto de vista generacional. Y es la
lectura que improvisé. Raquel Casas nació en 1974 y pertenece a la generación
siguiente a la mía y su libro deja infinidad de pistas de cómo fue creciendo a partir de diferentes diálogos con todas las tradiciones que quiso hacer suyas, y también
dentro del contexto de historia literaria en el que le tocó ser una poeta joven.
También yo lo fui, poeta joven, hace mucho. Pero aún recuerdo el muro que se
alzaba frente a mí cuando levantaba la vista. Se llamaba culturalismo, y a la
que uno estiraba el cuello encontraba un alambre espinoso por encima denominado
experimentalismo. Tuvimos que saltarlo, claro, y una parte de mi generación
encontró al otro lado un grupo de poetas que les regalaron la experiencia de la
realidad, la inmediatez cotidiana y la transparencia de su lengua poética. Y
ahí empecé a encontrarme a mí mismo.
Pero el muro con el que se encontró
Raquel en sus inicios era diferente. Lo había alzado mi generación al convertir
la herencia recibida en un ensimismamiento biográfico, formal y conceptual que
colmaba a los naturales de esa edad (y aún los sigue colmando, por lo que voy
leyendo), pero que poco podía ofrecer a los jóvenes nacidos en las décadas
siguientes. Si Raquel, y sus coetáneos, saltaban ese muro, lo que les
aguardaba, el muro culturalista-experimental, carecía del menor interés. Y si
lograban saltarlo, corrían el riesgo de encontrarse con el primer muro.
En La
mujer bilingüe, que es un libro central, de madurez, se observa bien qué ha
hecho su autora con las herencias. No se percibe, a primera vista, que haya
saltado muro alguno, pues no pertenece a una generación cuyos libros parezcan
reivindicar revoluciones estéticas, e incluso se diría que anda cada cual por
su camino (sin que se sepa bien si es porque es así o porque nadie se ha
preocupado en determinarlo). Pero, conforme se intensifica la lectura, se
advierte que este libro está ya al otro lado de ambos muros, el del
ensimismamiento biográfico y el del culturalismo. Sin saltarlos. Parece escrito
desde un sujeto poético biográfico, pero los datos lo contradicen. En primer
término, se constata una amplitud del campo temático notable. La esfera lírica
con frecuencia se ensancha, rebasa sus fronteras y el lector está ante asuntos
sociológicos (doy a esta palabra solo un sentido impresionista). Tampoco se
trata de una poesía que apueste por la lectura crítica de su sociedad, como sí
parece que quiere la generación siguiente, simplemente asume preocupaciones en
la órbita de lo personal y en la órbita de lo social, y va de una a otra con
una naturalidad que sorprende. Incluso Raquel Casas le da un matiz formal a este
vaivén temático: el sujeto poético de la mitad de los poemas coincide con los
rasgos personales de la poeta, pero la otra mitad está escrita desde un yo
claramente masculino. Un yo que suele encarnar un conflicto social en primera
persona, en ocasiones la del sujeto que lo provoca. Nada más lejos del
ensimismamiento biográfico de la generación anterior a la suya. Los poemas de
Raquel Casas, sin que se vea que han saltado muro alguno, ya están al otro
lado. Intuyo que algo similar se puede encontrar en autoras y autores de su
generación.
Algo así ocurre en relación con el
culturalismo. Hay múltiples referencias culturalistas en los versos, pero a
diferencia de la estética que reinaba cuando sus padres se conocieron, ningún
trascendentalismo hay en ellas. Abundan las paráfrasis de títulos, el uso
irónico de nombres, la mezcla de referencias de alta cultura y de cultura
popular al mismo nivel, sin énfasis, con naturalidad. Es evidente que Raquel se
encuentra al otro lado de ese muro. Pero no se advierten saltos
(manifestaciones de una estética a la contra de otra estética). El modo como ha
actuado la poeta, y su generación, para encontrarse a sí mismos, al otro lado
de la presión que ejerce siempre el modelo literario dominante, ha sido
diferente. Han descubierto grietas y ranuras en las poéticas existentes para
escabullirse de lo que les molestaba, aprovechar lo que les satisfacía y
superar barreras sin enfrentarse a su altura. Es una poética subrepticia, pero que está en otra parte: la biografía y la
cultura son ya pasto de la ironía más feroz, y la desidentidad que esa misma ironía produce se yergue como única
identidad del poema. Lo bilingüe —lo dual, lo escindido, lo segregado— se
convierte en el emblema de una identidad que solo se encuentra a sí misma en su
condición de «Transparente / como la sombra del primer gato / que perdí».