28, miércoles. Julio. El cine como espejo

Anoche vi «El rayo verde» (Le Rayon vert), de Eric Rohmer. Aún recuerdo lo impactado que salí del cine tras verla por primera vez, sería hacia 1986, porque entonces Rohmer se estrenaba enseguida. Creo que es el director más generacional que conozco. En los ochenta, cada película suya era esperada con ansiedad y celebrada con colas en la puerta de los cines. Y con horas y horas de conversaciones, después, más extensas y densas que las que se habían contemplado en pantalla. Es posible que hasta en alguna de esas tertulias de café afirmara que Rohmer era el director que más me interesaba. Luego se acabaron los noventa y la vida siguió ya sin el impacto de sus películas. Sin que nadie lo citara ni lo programase. Así que cuando he visto en cartelera «El rayo verde», tal vez mi favorita, me he lanzado como quien descubre un álbum de fotos (de fotos) perdido en un armario.

          Ahora que lo miro con ojos arqueológicos compruebo que como director no parece haber superado el primer curso de lenguaje audiovisual. Como un alumno novato, coloca la cámara delante de la mesa donde están sentados los actores, dice (o diría) «Acción» y solo corta el plano («Corten», habrá dicho) cuando la conversación se ha extenuado por completo. Es lo que hizo mi grupo en el primer ejercicio del primer cursillo de cine al que asistí. Una compañera plantó la cámara delante, otra y yo nos sentamos en un banco y empezamos a hablar sobre un asunto del que habíamos hecho un breve bosquejo. Cuando se acabó la charla ficticia, cortamos. Yo no me acordé de Rohmer luego, cuando el profesor de lenguaje audiovisual nos explicó cómo se filma un diálogo en plano contraplano. Una clase que el director francés se había saltado. Y bien que hizo. Aunque el profesor afeara nuestro ejercicio, a mí esta única vez en la que me he expuesto delante de una cámara me pareció un homenaje al cine que admiré no como un espejismo del tiempo, sino como su espejo.

         Lo que disfruto de «El rayo verde» treinta y cinco años después es el identificar en los diálogos el sentido de las conversaciones propio de aquella época. Pero no en la pantalla, sino entre el público, en sus relaciones personales. Es solo una intuición y no sé si sabré concretarla. Delphine, el personaje principal, interpretado por Marie Rivière, construye su propia identidad a través de sus dubitativas confesiones frente a los demás. No parece hablar desde sus convicciones (ni siquiera cuando justifica desastrosamente su repudio a comer carne), ni desde lo que conoce de memoria por haberse convertido ya en su «relato», sino que se va creando como persona poco a poco en cada una de las diversas conversaciones que mantiene, improvisando sobre quién es y qué espera de sí misma. Carece de un relato apriorístico, lo descubre al hablar. Las dudas, pero también las contradicciones constantes, la ausencia de criterio en sus decisiones, la timidez como estrategia defensiva… no los identifico ahora con una personalidad de ficción concreta, sino como la esencia misma del conversar que se vivía como habitual en la década de los ochenta. No se hablaba para informar de lo que uno sabe, ni para imponer una visión del yo o de su realidad, sino para hallar, en el diálogo, quién es exactamente uno mismo. La conversación como método de conocimiento.

Hoy todo parece más codificado y nadie pronuncia nada que no esté repitiendo. O tal vez solo sea una impresión mía. El caso es que el plano fijo de «El rayo verde» me ha devuelto no solo el sabor de mi juventud, sino su hermenéutica, es decir, el modo de interpretarla.