Ahora una
carta electrónica llega mucho antes que el medio más rápido del siglo XX. No se
suele pensar demasiado en este cambio de hábitos. El telegrama fue el recurso
para las urgencias que se extendió durante décadas. Hace dos o tres años
Correos, que aún mantenía el servicio, aunque solo se utilizaba para felicitar
cumpleaños, lo cerró. No más telegramas. Un telegrama era un giro de guion: o
el anuncio de un premio; o, lo más común, de un fallecimiento. No resultaba
raro ver a una persona buscando un taxi con un telegrama en la mano. Cuando el
taxista se detenía, el alterado cliente le preguntaba: «¿Puede llevarme usted a
Burgos?».
Es exactamente lo que hizo un día mi
padre con la noticia del fallecimiento de su madre, mi abuela Albina, en la
mano. Casi ni le dio tiempo a mi madre a dejar a mis hermanas con alguien, y a
mí, que tendría unos diez años, me permitieron subir al taxi. Mi primer gran
viaje en coche. Nos detuvimos a cenar en Zaragoza, en un restaurante enorme, techos
de basílica, abarrotado. Mi gesto sin duda eran dos ojos de par en par tratando
de captar matices inéditos de la realidad. Aún recuerdo lo que más me impresionó.
Los moños que lucían las mujeres. Un concurso no hubiera reunido tantos. Arrancaban en la nuca desnuda y se alzaban imperturbables muy por encima de la línea
craneal. Competía la variedad de formas en cada cabeza, que se lograban gracias
una diestra distribución estructural de horquillas. Después del postre, el taxista
pidió un café y le sirvieron una taza casi vacía, con un culo en el fondo de un
brebaje denso y oscuro. Se habló un rato sobre el café y los viajeros regresamos
a la carretera. Me dormí soñando con los moños estrambóticos que había visto,
un sueño que reapareció durante años. De madrugada llegamos al pueblo. Mi padre
me subió en brazos hasta una cama y yo, que iba despierto, me hice el dormido.
Infinidad de tareas que durante el
siglo XX ocupaban un tiempo, ahora se resuelven en un santiamén. Ensobrar la
carta, sellarla, buscar un buzón, aguardar a que llegara, esperar la respuesta
que hoy se lee en segundos, lo que se tarde en teclearla. Y no digamos las
horas que pasamos en aquel viaje por humildes carreteras de un único carril por
sentido, curvas pronunciadas por todas parte y socavones frecuentes. ¿Cuántas ocupaciones
cuyo cumplimiento ahora aún consume un tiempo en el futuro inmediato serán más
breves, o incluso instantáneas? Es una pregunta que no despierta ningún
entusiasmo, porque a estas alturas del siglo XXI ya se sabe de sobras que la
brevedad de las tareas consume infinitamente más tiempo personal que su proceso
dilatado.