20, martes. Julio. Plaza de Virrey Amat

No tendría más de dieciséis años cuando acudía cada tarde a una biblioteca en los bajos del edificio más alto de la plaza, que estaba a veinte minutos a paso rápido desde la casa familiar. Parece mucho, pero no era tanto porque entonces la parada de metro más cercana estaba allí y durante años fue la ruta de salida del barrio. Años después ampliaron otra línea, la que ahora pasa por debajo de la casa de mi madre, que es la que tomo para ir a verla. Visité aquella biblioteca de la Caixa por primera vez para hacer un trabajo escolar, pero enseguida intuí que en las estanterías existía un universo incógnito. Por ejemplo, ahí conocí la revista El Ciervo, en la que décadas después escribiría durante veinte años. Y entre los descubrimientos, lo recuerdo bien, estuvo la poesía de Vicente Aleixandre. Lo que aprendí a leer en sus libros no fueron los temas, como me habían enseñado en el colegio, sino el lenguaje. Casi no entendía nada, pero el idioma brillaba como el sol cegador del mediodía, y tampoco hay que ver nada en concreto para sentirlo pletórico. Y estoy convencido de que uno de los poemas que más me gustaba entonces era «En la plaza», quizá porque en él había referencias que comprendía mejor e incluso ciertas expresiones podía identificarlas al otro lado de la pared acristalada de la biblioteca: «Era una gran plaza abierta, y había olor de existencia». La época —1976— está entera dentro de este verso.

         Guardo un recorte de periódico de 1999 que empieza así: «Cuando dentro de 10 meses finalicen las obras de reforma de la plaza de Virrey Amat, en Barcelona, no quedará ni rastro de su antigua fisonomía». No estoy seguro de si está hablando de la plaza o de la época. De todas formas, el eufórico vaticinio tampoco es del todo cierto. El «antiguo» aspecto de plaza de extrarradio, redonda, con arena llena de socavones, columpios, un círculo de árboles de copa esférica y fatigada, bancos de listones verdes despintados donde de vez en cuando me sentaba con un amigo a ver pasar la tarde, todo ello pervive en mi memoria. Pese a la nostalgia, más de la edad que del urbanismo, no diré nada en contra la nueva plaza cuya reforma quería aproximarla a la plaza Cataluña —en extensión— y que los arquitectos que la diseñaron continúan presentándola como ¡una playa! Traduzco del inglés: «Los volúmenes del estanque, la "playa", la pérgola, las zonas de vegetación y las terrazas se organizan, orientando el acceso, los caminos y las vistas en relación con el paisaje inmediato». La verdad es que es una plaza urbanísticamente atractiva, llena de elementos hiperbólicos (las pérgolas gigantes, el estanque monumental), que son donde más luce la modernidad, pero no sé si este simbolismo arquitectónico coincide con el poético de Aleixandre cuando el poeta se decía a sí mismo: «Entra despacio, como el bañista que, temeroso, con mucho amor y recelo al agua, / introduce primero sus pies en la espuma, / y siente el agua subirle, y ya se atreve, y casi ya se decide». El «agua» que entonces significaba la lucha por la libertad, ahora se ha quedado en emblema de la aspiración a un mes de vacaciones en la playa. Las épocas.

         Cuando estudiaba filología, iba y venía cada día varias veces desde la plaza Virrey Amat a la casa de mis padres. Y no fueron pocas las ocasiones en las que me encontraba apoyada en la jamba de alguna tienda, frente a la boca del metro, a una compañera de curso. Que esperaba. A su novio, que también era un colega de la facultad. Quedaban en el metro, sobre todo los fines de semana; ella llegaba puntual a la hora, pero él podía tardar quince minutos, treinta, una hora. O no presentarse. Ya había decidido ella no esperarle más de dos horas. A la segunda hora llegaba, muchas veces, con lágrimas en los ojos. Al principio solo la saludaba, pero con el tiempo me acostumbré a acompañar su espera, sobre todo si yo volvía a casa. Me quedaba charlando con ella de las cosas del curso, de lecturas, qué sé yo, trivialidades. A veces, llegaba el novio, me saludaba y se iban felices los dos. Otras, me decía: «Ya han pasado las dos horas, pero podemos esperar un poco más». Y nos quedábamos allí, en la acera de la plaza —aún arenal con socavones, todavía no playa—, conversando.