12, lunes. Julio. De la importancia de los helados

Paso por delante de una heladería que hay en la plaza de la Sagrada Familia desde que me acuerdo. Un local pequeño, pintado en un ámbar tostado que parece más óxido del tiempo que pigmento original y que continúa abigarrado de carteles hechos a mano con estética de colegio religioso. No han tocado ni una coma de la pátina que han dejado las décadas en su fisonomía, pero al mirar hacia el interior, a pesar del contraluz, un destello colorista me desorienta. Durante años he elegido en esa esquina helados de Jijona. Humildes en el color —que recuerda el cromatismo de las fotografías de Saul Leiter o Garry Winogrand en los años 50—, pero sin exceso de azúcar y con un vínculo explícito entre producto natural y gusto. No es algo que se adquiera para decorar, sino para ser saboreado.

         Desde las cubas me asaltan desbordados verdes turquesas, azules pitufos, escarlatas, salmones, blancos cegadores y por todas partes brillos y destellos en una sinfonía desbocada de colorantes y texturas sintéticas. Nada del otro mundo, sin embargo, porque abunda en la ciudad esta simbiosis de heladería y fuegos de artificio. La última en caer ha sido Óttimo, una heladería en la plaza Villa de Gracia que fue durante años mi favorita. Es verdad que el local necesitaba una reforma, pero no el estilo heladero. Ahora paso por delante con la nostalgia de los helados de pera y sorbetes de chocolate negro, de matices opacos y sabor profundo. No he vuelto a entrar en Óttimo, pero debo de ser el único, porque desde que ofrecen los volcanes en erupción de helado de colorines carnavalescos hay cola para entrar. La cola que anhela conseguir el traidor a los sabores de Jijona.

         No sé qué tendrá que ver esta pequeña desilusión urbana con la película que vi el otro día, El vicio del poder («Vice», 2018), cinta de Adam Mckay que relata la vida política de quien fue vicepresidente polipotenciario, como se decía antes, de EEUU, el inolvidable Dick Cheney, cuya estela ha dejado un mundo completamente diferente a como era antes de su meteórico ascenso en el gobierno americano. Cheney, como sospechaba, no era un tipo brillante. Había sido un joven mediocre y una parte de su carrera se la debe a ubicarse con perfección a la sombra de quien lo protegía. No es una tarea sencilla; a la que uno tenga un mínimo de personalidad, acaba por salirse del reducto. Pero eso no es lo difícil. La complejidad que le reconozco es cómo siendo intelectualmente humilde para no rebasar los límites, merece que se le proteja.

         No hay, sin embargo, sol en la sombra. Es decir, el algún momento Cheney tuvo que salir de debajo de su árbol protector y brillar por sí mismo. La película muestra ese momento con claridad y siento el mismo estupor que ante los helados con brillantina de nueva generación. En las reuniones a las que asistía, Cheney se dio cuenta de que poco podía hacer ante la impecable preparación de los técnicos y políticos que le rodeaban en el partido Republicano —al que había llegado, por cierto, por mera casualidad, sin padrinos y sin experiencia—. Y entonces se dedicó a exponer, en aquellas reuniones de nivel secundario, ideas disparatadas y estrambóticas que hacían saltar por los aires el asunto que se tratara. Esa costumbre le dio fama de visionario y lo lanzó a las cúspides del partido como el cuidador colombófilo que alza con sus manos la paloma para que emprenda el vuelo con mayor facilidad. Su única virtud era la de destrozar en dos frases los matices sensatos y opacos de la racionalidad con el estupor ante una ocurrencia.

Y ahora me pregunto, ¿no sería Dick Cheney también heladero mayor de los Estados Unidos de América? Una estela que ha dejado un mundo diferente, he afirmado antes cuando pensaba en las secuencias bélicas que encadenaron sus extravagancias, pero tal vez debería haber reparado antes en los helados. Quiero decir, en la manera de pensar de la época, que ante una propuesta racional —un sorbete de frutas que sabe a la fruta del sorbete— se lanza, con entusiasmo avasallador, tras cualquier excentricidad que alguien le ponga delante —cualquier helado con sabor a Pitufo. Y entrega sin rechistar su destino al más explícitamente embaucador.