19, lunes. Abril. Claudia Andujar

El poeta norteamericano Robert Creeley (1926-2005) anota en un ensayo autobiográfico que al principio estaba convencido de que «toda forma, todo ordenamiento de la realidad implicada, tenía que venir, de algún modo, de la condición misma de la experiencia que la exigía». He recordado esta formulación al contemplar las fotografías que Claudia Andujar (1931) les hizo durante décadas, desde 1970 hasta fechas recientes, a los pueblos indígenas de la selva amazónica, y en especial a la tribu de los Yanomami. La forma que se espera de una experiencia así sin duda es la crónica fotográfica, incluso la imagen antropológica. Nada más lejos de lo que veo en las piezas expuestas en las paredes de la fundación Mapfre. Filtros de colores estridentes, encuadres y enfoques subjetivos, inquietante iluminación, capturas de movimiento, dobles exposiciones sobre el mismo negativo. Creeley cuenta cómo el contacto con otros artistas le hizo «cambiar de opinión por completo» y le abrió paso hacia una manera de pensar el proceso artístico «que hizo de la cosa dicha y de la manera de decirla un hecho integral». Y esta —lo captado por la cámara y la manera de captarlo— es también la poética formal de Claudia Andujar en el magistral retrato de los Yanomami, una obra fotográfica integral en la que la experimentación formal de cada imagen posee el mismo valor que el asunto etnógrafo que retrata.

         La estética que la fotógrafa suizo-brasileña llevó a los lugares más recónditos de la Amazonia era aquella con la que la generación joven que en los años 60 y 70 intentaba modificar desde sus raíces el orden de la visión establecida frente la realidad. De la misma generación que Creeley, que sus coetáneos Beat, el movimiento hippie y el arte pop. Lo que singulariza la obra de Andujar es que el peso del tema de sus imágenes, su impresionante valor etnográfico, adensó también el trabajo formal de experimentación fotográfica. Y al aumentar la intensidad de lo captado, la concepción integral del acto fotográfico implica que creciera en la misma medida el interés formal de la imagen: el lirismo de la ausencia de iluminación en el blanco y negro, la prodigiosa vitalidad en el color, la libertad de encuadres y enfoques, las veladuras, los contrastes... Contemplar este trabajo formal sobre el inquietante universo indígena resulta el motivo de admiración más relevante de la visita. O, mejor dicho, debería resultar, porque la exposición no solo presenta las piezas ya históricas, fruto de su convivencia artística con los Yanomami durante los años 60 y 70, sino la trayectoria de la fotógrafa y de su país de adopción hasta el presente.

         Y es este presente y sus devastadoras presiones para incorporar la Amazonia a la civilización occidental el que impone sus argumentos sobre la concepción integral de la artista y obliga a regresar al punto de inicio, en el que las formas están condicionadas por las experiencias. Ante tal agresión de la vida indígena, la fotógrafa ha acabado convirtiéndose en un activista en defensa de los derechos del pueblo Yanomami. Quien supo captar las singularidades de su cultura milenaria se ha convertido ahora, muy a pesar suyo, en cronista de su decadencia. Hay dos fotografías que impacta ver reunidas en una misma sala, disparadas por una misma persona. En el plazo de su vida Claudia Andujar pudo mostrar tres yanomamis en plena selva, ataviados con su vestimenta tradicional, apenas un cordel atado a la cintura para fijar el pene y las pinturas y collares rituales, en cuerpos sanos y fibrosos.  Una fotografía de 1970 que resume siglos de una civilización propia. Otra placa, cuarenta años más tarde, muestra a los hijos de aquellos yanomamis con cuerpos y vestimentas que delatan solo marginalidad de otra civilización, la occidental. Una constatación que le da a la obra fotográfica de Claudia Andujar una dimensión que sin duda es la que más lamenta la autora, ser la última testigo de la desaparición de una civilización en manos de la zafiedad y de la codicia del presente.