Cuando
le fui a hacer la foto a la placa con el último nombre de esta plaza apareció
escopeteado el conserje del edificio a cuya pared apuntaba mi cámara: «No está
permitido hacer fotos», me gritó con las mejillas encarnadas. Le miré. Devolví
mis ojos al visor y con aplomo disparé ante la repetición cada vez más ansiosa
del mensaje. Un poco más abajo se encuentra la manzana de la discordia y esta
es, sin duda, la plaza de otras tantas discordias en la ciudad de la eterna
discordia. Hasta los conserjes mantienen con celo inquebrantable el espíritu de
hacerle la pirula al vecino, impulso que esta ciudad incuba pacientemente para exteriorizarlo
de vez en cuando. De hecho, la mayor parte de las manifestaciones políticas o
sociales, pacíficas o incendiarias, se convocan en este punto, que solo es
plaza en estas ocasiones multitudinarias, cuando la guardia urbana cierra el
paso al tráfico. Porque en su origen fue, y aún continúa siéndolo en esencia,
una rotonda. El único protagonista de su amplitud son coches, motos y autobuses
de línea. Los ciudadanos solo la usan
al cruzar los semáforos por el paso de peatones. Un cruce de grandes dimensiones:
el Paseo de Gracia y la Avenida Diagonal. Casi un símbolo.
Barcelona tiene tres plazas relevantes:
la plaza San Jaime (núcleo del poder político), la plaza Cataluña (la conquista
de la ciudadanía en versión esparcimiento) y esta plaza, que es solo símbolos.
Huecos, aunque con valor deíctico: el de su pirulí, por el que se la conoce en
la calle. El antiguo nombre popular, recuperado en 2016, «Cinc d’oros», resulta ahora una metáfora incomprensible. Las
excesivas dimensiones y complejidad del cruce se habían solventado con cuatro
pequeñas rotondas, acentuadas con farol modernista, en sendas esquinas; pero en
1931 se decidió construir una rotonda monumental en medio, y el resultado no
tardó en evocar la carta de la baraja española del Cinco de oros: una moneda gorda
en el centro y cuatro de calderilla en las aristas. Hoy, desaparecidas las
rotondas escuetas, solo luce el As de oros, con el obelisco en el centro, áptero
de monumentalidad, ya retiradas las contradictorias República y Victoria que
lució en épocas contradictorias. La mera cronología de los nombres de esta
plaza es una historia abreviada de la
discordia: desde 1981 se había llamado Rey Juan Carlos; antes, desde 1940, plaza
de la Victoria; al principio, desde 1931, plaza de Francisco Pi i Margall, que
había sido presidente de la primera República española durante un mes. La he
denominado plaza de la discordia, pero creo que su significado es más profundo:
plaza de la caducidad de las glorias temporales.
Como las grandes plazas barcelonesas es
también territorio fronterizo, entre un Ensanche visionario, pero sin plazas
(Ildefonso Cerdá pensó cada interior de manzana como plaza, pero los dueños de
los terrenos prefirieron urbanizar los jardines con talleres, almacenes,
comercios o aparcamientos) y el encanto provinciano de las plazas de Gracia. El
encaje con la antigua villa se establece a través de unos jardincillos, así se denominan,
que son la plaza que el Cinc d’Oros
nunca tuvo. En ellos nació el poeta Joan Vinyoli, en 1914, y vivió su primera
infancia; y ahí, en 1940, se trasladó Salvador Espriu con su familia a un piso
en el que viviría el resto de su vida. Una tarde de mi juventud, me crucé con
su figura menuda en la rácana acera de la plaza de múltiples nombres. Entonces
aún no había leído ningún libro suyo, pero lo miré con atención porque era un
poeta, aquello que yo aspiraba a ser. Y con el tiempo me compré un abrigo
idéntico al que llevaba Espriu aquella mañana de invierno. «Nuevas miradas por
antiguos agujeros», sugiere Georg Christoph Lichtenberg en un aforismo.