24, sábado. Abril. Plaza del pirulí

Cuando le fui a hacer la foto a la placa con el último nombre de esta plaza apareció escopeteado el conserje del edificio a cuya pared apuntaba mi cámara: «No está permitido hacer fotos», me gritó con las mejillas encarnadas. Le miré. Devolví mis ojos al visor y con aplomo disparé ante la repetición cada vez más ansiosa del mensaje. Un poco más abajo se encuentra la manzana de la discordia y esta es, sin duda, la plaza de otras tantas discordias en la ciudad de la eterna discordia. Hasta los conserjes mantienen con celo inquebrantable el espíritu de hacerle la pirula al vecino, impulso que esta ciudad incuba pacientemente para exteriorizarlo de vez en cuando. De hecho, la mayor parte de las manifestaciones políticas o sociales, pacíficas o incendiarias, se convocan en este punto, que solo es plaza en estas ocasiones multitudinarias, cuando la guardia urbana cierra el paso al tráfico. Porque en su origen fue, y aún continúa siéndolo en esencia, una rotonda. El único protagonista de su amplitud son coches, motos y autobuses de línea. Los ciudadanos solo la usan al cruzar los semáforos por el paso de peatones. Un cruce de grandes dimensiones: el Paseo de Gracia y la Avenida Diagonal. Casi un símbolo.

         Barcelona tiene tres plazas relevantes: la plaza San Jaime (núcleo del poder político), la plaza Cataluña (la conquista de la ciudadanía en versión esparcimiento) y esta plaza, que es solo símbolos. Huecos, aunque con valor deíctico: el de su pirulí, por el que se la conoce en la calle. El antiguo nombre popular, recuperado en 2016, «Cinc d’oros», resulta ahora una metáfora incomprensible. Las excesivas dimensiones y complejidad del cruce se habían solventado con cuatro pequeñas rotondas, acentuadas con farol modernista, en sendas esquinas; pero en 1931 se decidió construir una rotonda monumental en medio, y el resultado no tardó en evocar la carta de la baraja española del Cinco de oros: una moneda gorda en el centro y cuatro de calderilla en las aristas. Hoy, desaparecidas las rotondas escuetas, solo luce el As de oros, con el obelisco en el centro, áptero de monumentalidad, ya retiradas las contradictorias República y Victoria que lució en épocas contradictorias. La mera cronología de los nombres de esta plaza es una historia abreviada de la discordia: desde 1981 se había llamado Rey Juan Carlos; antes, desde 1940, plaza de la Victoria; al principio, desde 1931, plaza de Francisco Pi i Margall, que había sido presidente de la primera República española durante un mes. La he denominado plaza de la discordia, pero creo que su significado es más profundo: plaza de la caducidad de las glorias temporales.

         Como las grandes plazas barcelonesas es también territorio fronterizo, entre un Ensanche visionario, pero sin plazas (Ildefonso Cerdá pensó cada interior de manzana como plaza, pero los dueños de los terrenos prefirieron urbanizar los jardines con talleres, almacenes, comercios o aparcamientos) y el encanto provinciano de las plazas de Gracia. El encaje con la antigua villa se establece a través de unos jardincillos, así se denominan, que son la plaza que el Cinc d’Oros nunca tuvo. En ellos nació el poeta Joan Vinyoli, en 1914, y vivió su primera infancia; y ahí, en 1940, se trasladó Salvador Espriu con su familia a un piso en el que viviría el resto de su vida. Una tarde de mi juventud, me crucé con su figura menuda en la rácana acera de la plaza de múltiples nombres. Entonces aún no había leído ningún libro suyo, pero lo miré con atención porque era un poeta, aquello que yo aspiraba a ser. Y con el tiempo me compré un abrigo idéntico al que llevaba Espriu aquella mañana de invierno. «Nuevas miradas por antiguos agujeros», sugiere Georg Christoph Lichtenberg en un aforismo.