Ya he sido en otra época algo más goloso de lo que aún soy. Ahora me modero. El poeta Alberto Pimenta me enseñó en Lisboa la manera adecuada de ser goloso. Mi amigo adoraba el chocolate. En el supermercado podía pasar media hora mirando y memorizando cada tableta: origen, composición, tanto por ciento de cacao. Un erudito. Cuando iba a comprar con él y quería darle un poco de prisa, cogía una que me parecía buena y la colocaba en el carro. ¡No, qué herejía había cometido! La sacaba de inmediato y la devolvía a su estante. Nunca lo vi comprar chocolate. Un día me contó que de niño le encantaba, pero no podía comerlo porque era un producto caro, que en su casa solo compraban en contadas ocasiones y se servía como excepción. Eso sublimó su pasión por el chocolate ya para siempre. Pero ahora que conseguir una tableta es algo común, podría incluir chocolate en todas las comidas, lo que resultaría, por cierto, poco conveniente para su salud. Se libera, me confesó aquel día, del intenso deseo de chocolate intentado saberlo todo, pero sin consumirlo. Y así, también, cuando come una pastilla convierte el día en festivo. Como esos poetas que no son lo suficientemente buenos para publicar su obra y se convierten en admirables estudiosos de obras ajenas. Algo así. Aquel día, cuando me lo contó, no entendí nada, claro. Era joven —él entonces rondaba mi edad actual— y no quería saber nada de restricciones. Pero con el tiempo recordé la lección y he comprobado su utilidad: de lo que me gusta termino sabiendo mucho, pero consumo lo mínimo, de modo que aquello con lo que disfruto constituya siempre un acto singular. No una adicción. ¿Qué gracia tiene comerse un helado cada tarde? Mejor solo aquel día en el que el helado lo convierte en un acontecimiento.