Llevo el coche al mecánico. Me atiende en el concesionario un tipo con un mono moderno, impoluto, que deja ver debajo camisa blanca y corbata. Le miro las manos y me da la impresión de que si su hijo le pidiera que le arreglara la bicicleta le daría cincuenta euros para que fuera al mecánico. Es curioso, nadie querría ser atendido por un médico con las manos sucias y creo que un mecánico con las manos limpias produce una desconfianza semejante. Recuerdo a los mecánicos de coches de antes, en una imagen casi cinematográfica por su precisión. Mi padre arrimaba el morro del coche a la puerta umbría del taller (titulado siempre con el nombre de pila del mecánico) y de las sombras aparecía un tipo avinagrado, con un mono lleno de grasa, limpiándose las manos sucias con un extraño trapo formado por jirones o recortes de una tela algodonosa, un trapo plural en su composición, pero unánime en la cantidad de grasa acumulada en cada uno de los flecos. Y mientras se acercaba y gruñía algo parecido a una pregunta, el mecánico seguía limpiándose concienzudamente las manos con la suciedad personificada en la tela. Creo que no he olvidado la escena por el carácter didáctico que tenía. Ahí aprendí, antes que en Góngora, el impactante valor del oxímoron.