Tengo delante un espectáculo, cuya crónica me manda la circunstancia que redacte. Todavía no sé si teatral u operístico. Se está formando una tormenta en el cielo, justo delante. La ventana, el escenario. Ha empezado por convocar un coro de nubes envueltas en oscuras túnicas, cada vez con las filas más prietas, hasta convertirse las coristas en una sola voz, más única conforme aumenta su furia. Suenan truenos dispersos y después una secuencia de otros menores en soliloquio de animal temible. Fulgores repentinos en medio de la oscuridad. Más relámpagos, pero sin lluvia. De súbito he visto desplomarse un rayo desde las bambalinas de la tormenta, y más tarde, como un criado obeso que sigue los pasos del señor atleta, ha resonado un tremendo trueno. La tormenta se dirige al proscenio donde la lluvia protagoniza la escena con su intensidad dramática. Y conforme llueve, el cielo va mudando. El gris oscuro inicial se transforma en un azul cobalto uniforme, casi de fresco de Giotto. Luego, de repente una vez más, la lluvia cesa, y el decorado celeste vuelve a disgregarse en multitud de nubes vestidas de blanco y pálido azul con ribetes negros en las volutas, un coro después de que el director haya abandonado la escena. Y en ese instante, desde el cuaderno donde las palabras dibujan lo que la mirada les dicta, he aplaudido.