El 10 de junio de 1580 murió Luís Vaz de Camões. Puede que no fuera exactamente ese día, pero para celebrar la festividad nacional de Portugal resulta una fecha estupenda. Mientras vivía en Lisboa, a principios de los años 80, mantuve una excelente relación con el escritor. Lo visitaba con frecuencia en los dos mausoleos que conservan su memoria, aunque el interior de los dos esté vacío. Uno, en los Jerónimos; otro en el Panteón Nacional, monumento que permite una excursión de altura, el ascenso a la cúpula. Al principio me chocaba que un solo muerto se recordara con dos sepulcros, pero con el tiempo lo agradecí. Resultaba más variado visitarle.
Aunque donde frecuentaba con mayor asiduidad a Camões era en su plaza, frontera natural entre el Chiado, burgués y comercial, y el popular barrio de Santa Catarina, donde acudía a una librería de viejo contemporánea de los volúmenes que vendía. La plaza, no muy grande, se eleva sobre el nivel de las calles, y está presidida en el centro por un monolito que culmina con la figura del poeta. Lo normal es que a los escritores se les esculpa pluma en mano, como si escribir fuera lo único que supieran hacer. Pero Camões aparece con una espada, como si nunca hubiera escrito ni siquiera una redondilla. Le salva, sin embargo, la actitud displicente con la que empuña el arma. Apenas la sostiene, sin fuerza, sin voluntad de usarla. Cualquier día se le cae y da un susto.
De su plaza recuerdo en espacial una papelería, en la Rua Loreto. Vendía sus propios cuadernos escolares y son los que he usado toda mi vida. Cada vez que pasaba por delante compraba otro. Y crucé por delante o por detrás de Camões tantas veces que hasta es posible que aún conserve alguno en blanco. Cualquier día lo busco para explicarle a sus páginas lo que ha cambiado de verdad durante estos casi cuarenta años.
También me gustaba, de vez en cuando, sentarme en los peldaños de su monumento. Por pasar la tarde suelen acomodarse alrededor del poeta parejas, grupos, amigos. Yo iba siempre solo. Me sentaba allí a contemplar lo que vería Camões desde su altura, pero con la precaución de ir mirando de vez en cuando, con gesto de impaciencia, el reloj. Como para justificar mi solitaria presencia con la pantomima de que esperaba a alguien que se lo tomaba con calma. En aquella época practicaba esa timidez social. El no hacer nada injustificado ante la presencia aún no sé de quién.