31, martes. Marzo. Trhiller cenobita



En la vida cenobita los detalles cobran importancia. Es en lo único donde se reconocen las leyes de la realidad. La puerta lateral del edificio donde vivo da a un pasaje que comunica la calle con la plaza, a la que da la puerta principal. A cubierto del pasaje, de vez en cuando duerme alguna persona sin techo. Aparece un día; otro, desaparece. En el tránsito de la vida cotidiana uno ni repara. Justo cuando empezó el confinamiento, un hombre joven, de trentaitantos años, se instaló junto a la puerta del edificio. Un cartón en el suelo y un libro. Esas eran sus pertenencias. Como había un libro, me fijé. Se titulaba Atlas fotográfico de Aragón, o algo así. Desde entonces no salgo de casa, con la excepción cada tres o cuatro días de comprar el pan o bajar la basura. Un día, a media mañana, le vi leer su libro. Estaba sentado en un colchón. Días más tarde me llamó la atención una maleta usada a un lado. Y esta mañana de martes, desde el viernes que llevaba sin salir, he visto en el pasaje, junto al colchón recogido contra la pared, además de la maleta y el libro, dos mantas dobladas, un rollo industrial de papel de manos, una bandeja de bollos del súper y diversas y abultadas bolsas de plástico.
    Y como los detalles es lo único de lo que dispone la vida encerrada para comprender la realidad, me entretengo en elevar esta nimia observación a categoría: qué capacidad extraordinaria tiene Occidente para acumular pertenencias. Miro a mi alrededor y me asustan los estantes que veo, no solo llenos de libros —algunos los leí hace décadas, otros aguardan hace años ser leídos—, si no todo tipo de objetos, desde postales y fotografías hasta recuerdos variopintos. Es como si hubiera desplegado mi memoria en posesiones. Un desesperado intento, quizá, de convertir en material lo intangible.
    Y como tampoco tengo nada mejor que hacer se me ocurre relacionar el fruto de mi observación con las consecuencias de la pandemia que en estos momentos padece casi todo el planeta. ¿Tendrá algo que ver? Sigo tecleando a ver dónde me lleva la escritura. En las civilizaciones antiguas se hubiera vinculado la situación presente con el enfado de los dioses. O de un dios único. Una leyenda, o incluso un mito, consagraría la experiencia. En estos momentos, sin embargo, estoy convencido de que habrá cientos que piensen escribir un relato de ciencia ficción —sin darse cuenta de que redactarán uno costumbrista— o una novela policíaca. Así que no me queda más remedio que ponerme en esta perspectiva si no quiero sentirme más antigualla de los que soy.
    Si el ataque del virus formara parte de un thriller, para descubrir al culpable debería determinar su móvil. Durante los primeros días me tuvo alucinado el modus operandi del virus: establece una cadena de contagios tan dinámica entre personas hasta llegar a un anciano, que al fallecer concluye el proceso expansivo. La tasa de letalidad por edades resulta impresionante: parece que solo afecte a personas mayores. Daba por hecho que ese era el móvil, lo que me ha mantenido desorientado muchos días: ¿qué tipo de móvil es ese? Hay una incongruencia esencial en él: habrá quien lo piense —el arco que traza el rencor en los humanos es vasto—, pero quien piense así no puede tener los conocimientos necesarios para actuar sobre la realidad como le gustaría a su degradación moral. O dicho al revés, ninguna persona competente puede compartir esta idea. Como consecuencia del argumento, el fallecimiento de ancianos solo puede ser un efecto colateral. Lo culpable es establecer infinidad de cadenas de contagio para que se propague la evidencia de gravedad.
    La pregunta central del thriller sigue sin respuesta: ¿quién se beneficia, de una manera objetiva, de la situación creada por la expansión pandémica? Quien se beneficie tendrá un móvil, asevera el comisario de película que hay en mí. Por la experiencia que tenemos hasta el momento, existe un único beneficiario de la situación creada por el virus pandémico de incierto origen: el Medio Ambiente. El modo cómo se ha regenerado la calidad del aire en las grandes ciudades con la caída de la actividad humana es pasmoso. Lo que hace un mes los mapas coloreaban de rojo, con índices muy altos de contaminación del aire, hoy los veo con un utópico cartel verde y una cifra de polución singularmente baja. Ni pizca de aire degradado sobre las ciudades. La única certeza del virus es constatar su carácter reivindicativo del Medio Ambiente. Un virus activista: ha conseguido frenar al dios de la Economía para detener el pernicioso Cambio Climático: un virus justiciero. 
   ¿Qué hay de verídico en este razonamiento? Eso es lo de menos. Antiguamente existían dioses; hoy, científicos. Habrá quien crea en el espíritu de la Tierra. Unos se entretienen en el cenobio con crucigramas; otros, con musarañas.