14, viernes. Febrero. San Valentín y el cronista cursi



Siempre me ha parecido que San Valentín era cursi. Y la verdad es que no había despertado en mí una mínima inquietud. Diré, incluso, que si en algún momento me había dado por pensar en la festividad, lo arrimaba antes al concepto de mercado que al de amor. Pero, ay, las ideas envejecen con mayor avidez que la edad, y si ya Ramón del Valle-Inclán reconocía en 1902 que «cuando un nuevo torrente de ideas o de sentimientos transforma las almas, las obras literarias a que da origen son bárbaras y personales en el primer período, serenas y armónicas en el segundo, y retóricas y artificiosa en el tercero», ciento veinte años después es difícil ver el arco que trazaba, ya que todas las ideas parecen pertenecer desde el principio al tercer período. Así que este año he padecido la paradoja de ver marchitar mi convicción de la cualidad hortera de San Valentín, y de rebote dar crédito renovado a la más retórica y artificiosa visión del amor, que es la ensalzada por el santo, frente a las celebraciones de la fertilidad paganas cuya literalidad pretendía enmascarar la festividad cristiana.
    No necesito ir muy lejos para explicar mi súbita militancia en la cursilería. Son últimamente tan groseras las manifestaciones del amor, tan explícita su armonía, tan impúdica su condición, que irme al otro lado me ha ofrecido el consuelo de una revolución. Un espejismo, claro, lo sé, pero nunca el amor ha estado demasiado lejos de aventuras platónicas.
    La atracción que ejerce la idea del amor deriva del inestable equilibrio que exige para manifestarse en plenitud. La temporalidad del amor es esencialmente contradictoria. Para su crecimiento el amor necesita tiempo. Mejor, una extensión de tiempo notoria. Quienes trabajamos con adolescentes, que a veces nos oyen y otras no, pero siempre resulta más interesante escucharles a ellos, sonreímos con frecuencia ante frase cogidas al vuelo: «Dentro de cinco días cumpliremos tres meses». Sin entrar en que esa cantidad de tiempo supone en sus vidas un tanto por ciento equivalente a un año en la de un adulto, la exactitud del cómputo y la importancia del aniversario muestran con extrema claridad la condición temporal del amor. Solo se cumple si cumple tiempo. La poesía tradicional enseña además que en este cómputo se hallan incluidas tanto la presencia como la ausencia. Una canción de la dinastía Zhou, mil años antes de nuestra era, lo expresa con claridad: «A por artemisas fuiste. / Un día sin verte / es como tres años». Idea que ha cuajado en una frase hecha de la lengua china actual que parece ideada por Henri Bergson: «un día dura tres otoños». En la poesía tradicional se aprende también que está implicado el tiempo objetivo y, fundamentalmente, el subjetivo.
     El amor no es, sin embargo, solo extensión. Los romanos del Collige virgo rosas y del Da mi basia mille —Dame mil besos— catuliano, y los renacentista del Carpe diem se esforzaron en mostrar que el amor era, sobre todo, una cuestión de presente. En seguida se ve que la llamarada del presente y la combustión latente del tiempo no son fáciles de combinar, por utilizar un símil petrarquista. El pensamiento amoroso es la historia de ese equilibrio imposible. Cuanto más generosa la llama, más rápido se apaga; cuanto más lenta la combustión, menos llama produce. La condición conceptual del amor restringe las imposibilidades que la naturaleza dicta y permite creer en lo insensato. La historia del amor, ahí está.
     ¿Y hoy? Hoy la concepción del amor sigue, como no podía ser de otra forma, nutriéndose de la misma contradicción. El amor será siempre extensión y presente, y el precario equilibrio en el que viva constituirá el secreto de su inagotable caudal. Pero algo ha cambiado, seguro. Si no es el amor, será el tiempo. El tiempo es fácil de modificar en su vivencia. Si un día podían ser tres años, también puede ser un día y, sin ser presente, reducir la extensión a su exacta dimensión. De modo que presente y tiempo extendido sean lo más idénticos posibles. ¿Y no es esta la utopía de nuestra época? Si no hay contratos de trabajo, de alquiler —en Inglaterra alquilan las viviendas habituales por períodos ínfimos—, de responsabilidad mercantil… que duren, ¿qué más pueden durar las vidas? Y si las vidas pierden de vista la noción durativa, ¿qué equilibrará el presente en el amor? Si el presente ya es una duración, el amor de una noche —ese que entronizó en la cultura pop Strangers in the Night— y el amor de una vida carecerán de fronteras entre sí. Si un gran amor ya no necesita tiempo alguno para su destilación, ¿dónde se aprende a vivir la duración? Si cada noche es posible vivir un gran amor, el amor desprendido del tiempo, amputado de su conflicto con el presente —pues ya es solo presente—, ¿podrá seguir siendo amor? Una cuestión interesante que creo debo dejar para el día de San Valentín de 2021. Si —claro— se mantiene en el cronista la atención por lo artificioso y retórico de su manifestación invernal.