16, domingo. Febrero. Carlos Pérez Siquier, fotógrafo



«Ya solo me queda la mirada». Es una frase de Carlos Pérez Siquier, que nació en Almería en 1930. Fotógrafo. La leo —y la fotografío— en el cierre del texto que lo presenta en la exposición que le dedica la Fundación Mapfre estos días. Una frase cuyo sentido aparece, e impacta, en la última sala, donde están colgadas sus fotografías más recientes. Las que le hace, ya octogenario, a «La Briseña», una casa de campo en Almería donde «la mirada» parece ir despidiéndose, pausadamente, de sí misma. De lo que le gusta mirar. Una elegía que, de repente, no resulta en absoluto elegíaca. Fotografías que dicen «si te miro, tiempo, es que aún estás ahí».
     No es, sin embargo, la frase que explica el sobrecogedor reportaje fotográfico que realizó en La Chanca, el barrio marginal más literario del país. No había cumplido aún los treinta años y estoy seguro que, de alguien preguntárselo, hubiera respondido: «Solo tengo la mirada». Este lema sí explica las fotos que tomó entonces y ha seguido tomando, especialmente en su ciudad, en su provincia, Almería. Pero hay que explicarlo. Estamos en los años cincuenta y los jóvenes con vocación artística «tenían» muchas cosas, sobre todo ideología, una retórica política —bien justificada por la época— y una retórica filosófica. Había que creer, al mismo tiempo, en la denuncia y en la transformación. Y «tenían» también cierta arrogancia: la de quien llega a un lugar para captar su espíritu salvaje y después exponerlo en la Civilización. Pero Pérez Siquier, cámara en mano, por no necesitar ni precisaba de pasaporte. A La Chanca, desde su casa, se llegaba dando un paseo. Lo más significativo de sus fotografías de juventud es que solo están hechas para mirar. Para aprender a mirar. Igual que las de su senectud en «La Briseña». «Si aprendo a mirarte, tiempo, te veré», es lo que dice el blanco y negro sobre La Chancha.
   Son fotografías sorprendentes por su perfección. El formato, el encuadre, la composición, las líneas, los puntos, las sombras y la luz. Cada pieza es una clase de poética fotográfica. La colección expuesta, un curso. Y esta exactitud ya le quedará para siempre, en todas sus épocas como artista. También sus fotografías en color lucen una perfección formal que admira. De hecho, no otra cosa es adiestrar la mirada sino conjugar todos los recursos expresivos de la imagen para mostrar no las imágenes, sino el contenido implícito en las imágenes. Y en eso es un maestro.
     Las fotografías de los años 50 en La Chanca, por otra parte, están llenas de contenido. La década también lo estaba. Pérez Siquier no se fue a fotografiar paisajes, sino la pobreza en su estado más crudo. Pero creo que también tenía claro que no quería ir al barrio marginal a realizar una crónica. Una denuncia de las desigualdades. Ahí estaban, obviamente, pero mostrar lo que se muestra es caer en la redundancia, tan frecuente en la época. El prodigio de la elaboración formal sobre una realidad tan acuciante era su mejor defensa ante el envite de la sociología. El camino, más arduo, de la fotografía como poesía. El anhelo de comprensión no de un problema social, sino de la condición humana.
    Las composiciones, texturas, contrastes… le salvaron de minimizarse en lo concreto y convirtieron su obra fotográfica en La Chacha en una pieza clásica. Una tragedia. No hay en sus fotos, sin embargo, juegos de culpabilidad, buenos y malos, no es una tragedia moderna. Es una tragedia griega. Hay en las imágenes una visión del destino, un trenzar la vida con las razones humanas, intensamente humanas, mientras lo trágico sobrevuela con la densidad amenazante de un oráculo.
  En las décadas siguientes Pérez Siquier continuó fotografiando Almería. Su costa. Años 60, 70. La serie expuesta, «La playa», es un emblema. De repente, la sociedad se transforma a ojos vista. Llega el «desarrollismo» y con él, el alud del turismo. El fotógrafo registra las transformaciones al día, y de nuevo se observa el poder de los recursos expresivos de la fotografía —encuadre, luz, colores, líneas...— como defensa ante —ahora— la trivialidad que ha de reflejar. Pérez Siquier le da la vuelta a lo que está viendo. Lo que tiene delante ya no es una tragedia. No hay enigma humano por comprender. Turistas y autóctonos tumbados en la arena, como arenques al sol, le han cambiado el género de la realidad. Se viven tiempos de comedia y el fotógrafo añade a sus recursos expresivos el que mejor sabe comprender el nuevo género, la ironía. Portentosa en esta época. «En esto nos han convertido, dicen sus fotografías de veraneantes, pasen, miren y sonrían».
    Es posible que no exista otro fotógrafo tan obsesionado como él por reflejar el entorno en el que ha vivido durante sesenta años de profesión y, sin embargo, lo único que de verdad nos ha legado —ni crónicas, ni panorámicas— es arte fotográfico en estado puro. Poesía visual, a veces trágica, a veces cómica, según el género de la época.