4 de agosto, viernes. De política



He escrito ya, antes de esbozar algún comentario sobre la actualidad, que considero que no debo hablar aquí de política. Me toca hoy repetirlo. A lo largo de los años he asistido, con máxima atención, a múltiples acontecimientos de dimensiones históricas que, poco a poco, se han disipado como niebla en el valle y de cuyos protagonistas ya nadie se acuerda. Este componente fantasmal de la política me ha aconsejado siempre escribir sobre realidades: la niebla, en sí misma, como una manera de no ver lo que se ve aunque no se vea resulta un asunto infinitamente más interesantes que unas elecciones generales. 
   Aun así, incurro en el despropósito, hoy, de hablar de política. No quiero que pasen por alto un par de asuntos reales que ha traído el fantasmal veredicto de un resultado electoral. El primero es la veracidad del tópico de que las urnas hablan. Por más modernos que sean nuestros aparatos, la sociedad sigue siendo tan antigua como la de los antiguos, quienes recibían con sorpresa noticias de su futuro en la voz y el dictamen del oráculo y después hablaban y hablaban tratando de desentrañarlo. Ninguna diferencia, pues, con el presente.
   Lo que el oráculo ha dictaminado se puede resumir en una frase: «será para uno o para otro solo por decisión del excluido» y las interpretaciones colapsan los informativos y los patios de vecindad virtual donde la gente habla. Pero a mí lo que me llama la atención de lo pronunciado por el vaticinio es que nunca antes había visto desencadenarse una colisión tan grande entre las dos concepciones de lo político que conviven. Por una parte, el pensamiento político continúa expresándose por regla general como un derivado más del pensamiento religioso, es decir, aquel cuyas tesis se vinculan con la eternidad, que en el caso del presente ya no es Dios (o sí, que de todo hay), claro, pero sí sus subterfugios: los principios, la democracia, las convicciones, la palabra, el país, no sé, hay muchos. La práctica política ya no es así desde hace mucho tiempo, si es que alguna vez lo ha sido, aunque el discurso político sigue empeñada en apelar a lo perenne. Desde hace lustros la acción política actúa de modo coyuntural, pero legitima sus decisiones conforme a un código, digamos, trascendido. Esta bipolaridad esencial de la vida política tal vez sea la causa del desapego social. Resulta insoportable admitir contradicciones dentro de un pensamiento que se presenta como trascendente. De ahí que la desatención sea preferible a la percepción de la incongruencia.
  Porque al pensamiento político ya no le queda nada de religioso que no sea mera formalidad, casi burocracia. El pensamiento político es, desde su esencia hasta su concreción, puramente coyuntural, aunque cueste admitirlo. Ningún principio, convicción, credo lo puede amparar. Por la sencilla razón de que su formalización nunca depende de aspectos inmutables. Los valores de los que se deriva el pensamiento político son, por definición, coyunturales. Dependen de la circunstancia. Es la eventualidad de cada momento lo que conforma los valores a partir de los cuales se toman las decisiones. Nunca algo es bueno o malo por sí mismo, sino por su interés como moneda de cambio. Esta evidencia, sin embargo, resulta incomprensible también para la ciudadanía, la misma que repudia la doble alma de lo político. Aún somos, al parecer, animales religiosos.
  El resultado electoral del 23 de julio se presenta ante los observadores a distancia como un acontecimiento único. El oráculo le ha cambiado la esencia a todos los agentes implicados en el debate político. A todos, sin excepción. Como si el oráculo hubiera decidido regalarse con unas carcajadas a nuestra costa. El ganador, pierde. El perdedor, gana. El excluido es el único con capacidad de decisión. Lo que en la víspera de las elecciones era un valor, al día siguiente no sirve para nada. Lo que carecía de papel en el sistema, ahora es la clave de bóveda de la situación. El oráculo no solo ha hablado de unos y de otros, o de los incluidos y los excluidos. También ha seguido hablando. Un pequeño partido insular, con un único voto en el congreso, resultaba totalmente prescindible un día, con el primer resultado electoral; pero una modificación posterior, tras el cómputo del voto procedente del extranjero, lo convierte en pieza esencial del laberinto de una hipotética investidura. Lo que no valía nada el partido insular lo legitimaba conforme a sus principios, en un ejercicio de ecuanimidad democrática: no pactar con quienes mantengan pactos con las formulaciones extremas de su ideología, sean unos o sean otros; a los pocos días, tras comprobar el valor coyuntural que adquiría su único voto, los principios se disipaban cual niebla matinal y como diría Marx, el de los hermanos, «ah, es que para estos casos tengo otros». Y de repente la ideología radical de una de las dos partes resultaba más amable. Un auténtico carnaval entre máscaras y enmascarados. Es solo un ejemplo. Los principios (casi religiosos) con los que cada partido o coalición acudía a las elecciones de repente, la noche de las votaciones, carecían de valor, porque el resultado había quitado y otorgado valores a su antojo. Y entonces ha empezado la gran colisión (no la gran coalición, esa todavía está lejos) entre hacer y decir. 
  Esta reflexión solo pretende ser una defensa de la política: este desengañado que creía que había visto ya todos los resultados de unas elecciones, de nuevo, resulta sorprendido por su niebla. Aunque, la verdad, creo que prefiere la de esta misma mañana, encarada a primera hora, con el pan recién horneado en la mano, mientras una densa nube literalmente se había comido la montaña que se alza por detrás del pueblo en la ladera y lo había dejado en medio de una llanura evanescente. Y qué hermoso verlo así y además creer que también es así, un pueblo sin calles en cuesta, llanas, propicias para ir en bicicleta. Hablar de realidades es también, a veces, contemplar fantasmagorías.