16 de agosto, miércoles. Meditación ante el colirrojo.


En la tertulia galáctica de los miércoles, cansados tal vez de repetir hábitos de conversación, alguien propone que cada uno haga una variante del poema que presenta Eva B. para ser comentado. El poema de Eva está formado por dos estrofas de arte menor, blancas, y tiene algunos elementos que resultan propicios a las variaciones: el protagonista en un «pájaro» que deja sobre el «poema» un «anhelo» que, ya en la segunda estrofa, concluye confirmando, ante el «mundo», su condición de «huella».

Leemos las variantes que presentan los contertulios corrigiéndolas como haría un maestro plenipotenciario frente a su cohibido alumnado. En uno de los debates, no a propósito de este, sino de otro que afirmaba la «huella» como una condición esencial, defendí el poema, bien resuelto, pero no la opinión que manifestaba. Aduje que esencialmente de aquello que somos los humanos no queda nada. Un inmenso vacío con nimias excepciones. Ese día no había escrito aún mi variante, pero me puse a ello en seguida. Tomé las marcas significativas del poema de Eva y las fui adaptando a mi manera de ver. Partí del «pájaro» porque es un elemento extraordinario para introducir de súbito lo inesperado: una ave que se posa cerca durante unos segundos altera lo que se esté haciendo en el momento. Cambié, después, la idea de «poema» por la idea del sujeto, porque prefiero que el poema no se cite a sí mismo. Y para la segunda parte dejo mi pensamiento poético a partir de la imagen: por más que me empeñe en su permanencia, carece de significado y al instante se cumple su efímera condición. El poema que escribí es el siguiente:


EL PÁJARO QUE VIO EVA

Pájaro que te irás

asustado a tu cielo

en cuanto me levante,

dejarás luego en mí


algún significado.

Por más versos que escriba

con la luz de este instante

no lograré entenderlo.


Todo esto ocurrió la semana pasada, pero hoy, como unas nubes cómplices matizaban los rayos fulminantes del sol del verano, me he subido al monte a dar un paseo. Y entonces, de repente, delante de mí, se ha posado en la cuerda de un vallado un colirrojo tizón y se ha puesto, como yo, a admirar el paisaje. He pensado que saldría volando al mínimo gesto que hiciera, sin embargo, ha seguido a lo suyo y yo a lo mío, que era contemplarlo. Incluso he podido sacar el móvil, teclear la contraseña, encararlo hacia su bulto y disparar la cámara. Hasta guardarlo de nuevo. Se diría que me ha atribuido la naturaleza de un arbusto de la zona agitado por el viento. He seguido luego camino adelante, un poco trastornado por la experiencia, sin que el colirrojo levantara vuelo. Se comprende que se sentía a gusto donde estaba.

No es la primera vez que la realidad me corrige un poema. O me lo corrobora. De hecho, casi todo lo de verdad biográfico que hay en mis poemas ocurrió siempre después de que los hubiera escrito. Pero eso, con ser relevante, en este caso no tiene ninguna importancia. A partir de la imagen que guardo en mi recuerdo de lo ocurrido, no le encuentro significado a nada de lo que había escrito en el poema. Ni el pájaro salió asustado, ni yo me levanté, ni sentí ninguna necesidad de escribirle un poema al tizón, ni, en especial, vi que careciera de sentido lo que había pasado. Es más, se imponía el sentido más cabal de cuantos significados se ordenan en el pensamiento: la naturaleza como fuente de belleza artística. Es decir, el pájaro no era para mí un animal, ni un conocimiento, ni un enemigo, ni un alimento. No tenía ninguno de los significados que podría tener para un campesino, para un ornitólogo, para un insecto o para un gato. El único sentido que tenía era mi admiración por lo estilizado de sus líneas, la agilidad de sus movimientos, el acento colorista de su cola, es decir, sus cualidades artísticas. Ese era su auténtico significado para mí.

Lo que no he logrado entender todavía, ni siquiera de lejos intuir su sentido es para qué se necesita la belleza. Y por qué, una vez he emprendido de nuevo mi camino, seguía pensando en el pájaro con una sonrisa de felicidad en los labios. Tal vez, deteniéndome ante el colirrojo y contemplándolo pretendía no su permanencia, que esa la tiene asegurada por la especie, sino la mía propia, que en el espejismo del arte cree poder salvarse del inmenso vacío que le rodea y que le aguarda. No hay nada más hermoso que el espejismo de un oasis para quien camina en el desierto. De lo que concluyo que menos mal que escribo los poemas antes de que lo expuesto en ellos me ocurra, si no fuera así tendría que dedicarme a los crucigramas o a los sudokus.