7, viernes. Mayo. Plaza Olèrdola

Plaza secreta, solitaria. Se llega caminando por el centro de la calzada, dado lo diminuto de las aceras. Solo de vez en cuando suena un motor o se refleja delante un foco luminoso y eso indica que se acerca un coche y hay que apartarse para dejarlo pasar. No se cruza uno con nadie por las calles. Barrio de casas de dos plantas, unifamiliares, con espacio bien cuidado alrededor. Una mujer recoge limones con una vara con gancho. Estilos arquitectónicos raros, es decir, casas sin estilo, pero con reformas más caras que la construcción. En algún solar han aprovechado todo el terreno para elevar un edifico de cuatro plantas que afea. No parece que se esté en Barcelona, sino que ya se ha llegado al pequeño pueblo de valle en zona montañosa donde se quiere pasar el fin de semana.

 La de Olèrdola es una plaza perfectamente redonda, sin constituirse en rotonda. Parece un precedente. Se entra por una única calle y se sale por otra. La circularidad no sirve para nada, es meramente escénica. Las casas acompañan el trazado alrededor de la plaza con aparcamientos privados, uno al costado de otro: una forma de excluir vehículos estacionados. No conocía la plaza ni nadie me había hablado de ella, pero he tenido la impresión de que, enterada de mi afición a escribirles crónicas a sus semejantes, me esperaba. Y así, un fin de tarde, en un paseo extraviado por los laberintos de Vallcarca, sin ningún propósito, descubro con las últimas luces del día su bosque encantado en miniatura.

         Ocupa un espacio amplio, unos cuarenta metros de diámetro. Alrededor, cuento en el catastro, once propiedades individuales. La mayoría con paredes de ladrillo visto, lo que le da un aire de ensoñación medieval. En las aceras, una cenefa de plátanos urbanos. En el centro, un jardín boscoso: tres grandes pinos de nostalgia mediterránea, un ciruelo expandido de filiación oriental y alrededor varios olmos adolescentes de troncos aún juguetones. Por el terreno una pequeña pradera y en un extremo, la explosión verde jugoso de un cañaveral. Rodeo el bosquecillo impregnado por su soledad y mis pasos crepusculares caminan por las sílabas de un soneto de Octavio Paz, cuyo segundo cuarteto rememoro: «Se yerguen más los fresnos, más despiertos, / y anochecen la plaza silenciosa, / tan a ciegas palpada y tan esposa / como herida de bordes siempre abiertos». No otra cosa significa el bosque recluido dentro de la plaza: la fiel herida que supura en la mirada de quienes recorren la epidermis gris de la ciudad.