8, jueves. Abril. Amoríos

De Monsieur Teste, aquel ser simulado que ideó Paul Valéry —en la misma época en la que Pessoa dirigía su orquesta de heterónimos y poco antes de que Machado empezara la contratación de su banda municipal de filósofos apócrifos—, afirmaba su velada esposa: «De hecho, el señor Teste piensa que el amor consiste en poder ser tontos juntos». En el original: à pouvoir être bêtes ensemble. Una definición en la que resulta interesante detenerse.

El progreso del ser humano se construye a partir de la conquista de la racionalidad sobre el pensamiento irracional. En este, el amor no se diferenciaba del resto de los impulsos animales de los humanos. Pero Platón, al inicio del camino de la racionalidad, no encontró razones para contemplar el amor dentro de su cauce. Lo acumuló al paquete de lo mitológico y lo echó fuera de las murallas, junto a sus exégetas, los poetas. Por eso entre la gente todavía recibe el apelativo de poeta quien anda ciegamente enamorado. Es curioso cómo sobreviven estas ideas en el curso de los siglos. Cualquier movimiento filosófico que haya desafiado la racionalidad desde entonces ha esgrimido el amor como arma. Así lo hicieron los medievales con el Amor Cortés frente a la moral religiosa de la época. Los románticos, frente al espíritu pragmático de la Ilustración. 

El movimiento cultural más intenso para integrar el amor en la racionalidad quizá haya llegado desde el cine. La doble exigencia de un final feliz, por un lado, y de una enseñanza positiva para la sociedad, por otro, convergen en el hecho de que las películas ensalcen la alianza entre convenciones sociales y ejemplaridad del amor que Platón rechazaba. Un pacto en el que la sociedad acepta el amor como impulso propio y el amor se deja erosionar las crestas más irracionales. No sé si el amor podrá liberarse alguna vez de su otra cara de la luna. Quizá también el cine contribuya: su irracionalidad ha pasado a la marginalidad social, entendida como sexo, mientras en el centro del fenómeno solo permanece una versión edulcorada por la pureza ideal de los sentimientos. Cómo echo de menos aquella vieja identidad platónica que conectaba a los amantes irredentos con los poetas, y a estos con los vientos de la irracionalidad. Quizá Bukowski y Fonollosa hayan sido los últimos intérpretes de aquella música salvaje que impedía cualquier idea sensata sobre el amor. Cómo añoro la definición de Monsieur Teste.