Cuando era un joven rastreador de libros no olvidaba colocar las fechas en la primera página. Solo la de adquisición. No se me ocurrió datar la lectura, porque solía ser al día siguiente. Cada libro era un acontecimiento. Con el tiempo he perdido la costumbre. Pero ahora sé, gracias a aquel hábito, el día en el que compré mis primeros libros. Y a veces ese mínimo dato me permite entender sutiles cambios de la época. Recuerdo que me hice con el libro de Fátima Maldonado, Cidades indefesas, porque una tarde de diciembre de 1983 lo vi expuesto en el escaparate de una librería del Chiado demasiado refinada para mí, en la que nunca había entrado y a la que nunca volví. Únicamente abrí su puerta para comprar el libro de una autora que desconocía, pero con un título irresistible. Durante años creí que había encontrado el libro justo cuando apareció, puesto que estaba a la vista, como una novedad. Pero no hace mucho quise releerlo, y de paso vi que la fecha anotada en la primera página era tres años posterior a la publicación del libro, en 1980. Lo que significa que tres años después aún mantenía el aura de novedad para ser exhibida en un escaparate. Algo así ahora resulta impensable. Un libro con dos años ya ni siquiera está en las librerías. El grupo editorial más conocido del país (he publicado dos libros en alguna de sus filiales) destruye los ejemplares no vendidos a los veinticuatro meses de la publicación. El día del segundo aniversario, en ambas ocasiones, recibí la carta anunciando la destrucción del libro. Un proceso, al parecer, algo penoso para la escritura. Los volúmenes se hacen trizas, se vierten en una cuba y se transforman en pulpa para hacer papel. Aun así, creo que cambian los tiempos, pero no las personas —Charles Baudelaire lo dejó escrito en dos versos geniales: «El viejo París ha desaparecido (la forma de una ciudad / Cambia más rápido, ¡ah!, que el corazón de un mortal)»—, pues yo sigo manteniendo en el escaparate de novedades Cidades indefesas de Fátima Maldonado.