Aquello que no entra en las preferencias que elige la gente
cuando se le pregunta—por ejemplo, el verano es la estación que más les gusta—
posee siempre algún encanto secreto. El otoño, por ejemplo. Nadie elige el otoño como su estación
predilecta. Elegir es, de hecho, un espejismo. No se trata de contrastarlo con la
vida real, sino con el idilio que las personas mantienen consigo mismas. No
quiero usar la palabra fantasía
porque realmente no lo es. La fantasía tiene un componente poético y no hay poesía
en los tópicos. Las estaciones se viven, dentro y fuera del calendario. Es
posible que tampoco yo eligiera el otoño si alguien me lo preguntara una tarde
aburrida, pero es la época del año a la que mejor me acomodo. La huida del
calor, de la insistente repetición de los días de verano. La llegada de los
cielos nubosos, matizados, la lluvia súbita, el insumiso viento. El otoño se
vive con otra profundidad. Una intensidad felizmente no estadística, es decir,
aquella que no suele entrar en las preferencias que elige la gente cuando se le
pregunta.