Quizá la prenda más antigua que venera la poesía sea el vacío que abrazó Dido —en la escritura de Virgilio—, tras la partida de Eneas, en sus últimas palabras: dulces exuuiae, dum fata deusque sinebat… («Dulces prendas, mientras los hados y el dios lo permitían…»). Toda la tensión que alberga la ausencia está en esa frase: el insoportable amargor de la pérdida. Es el mismo que acompañaba el recuerdo de Isabel Freyre que guardaba Garcilaso dentro de un pañuelo perfumado con plantas olorosas. Manantial de melancolía, en su descubrimiento emerge —«Oh dulces prendas, por mi mal halladas»— la sentencia de Dido. Una prenda en la época clásica podía ser un mechón de pelo. Un rizo. Un pañuelo con las iniciales de la dama. En La Celestina es el cinturón peregrino de Melibea. En Lope de Vega, las cintas de un sombrero. Metáforas de la amada para guardar bajo el cuero de la pelliza. En el siglo XVIII se sofisticaron los recuerdos. Un camafeo, ya de marfil o de nácar, con el rostro de la amada engastado en fina plata se convertía en un pensamiento. Los románticos exigían mayor presencia. Se enviaban los amantes, en la distancia, sombras. Con una luz proyectaban la suya a tamaño real en un papel, alguien la dibujaba y luego, al recortarla, viajaba el cuerpo entero de la persona amada. El siglo XX redujo el recuerdo a las fotos de tamaño carnet en la cartera, y el XXI cumple su mayor complacencia obteniendo un número de móvil. Como se advierte, también en la ausencia el paso de las generaciones, como pensaba Walter Benjamin, ha ido recortando la experiencia de los dolientes.