Para escribir epigramas me miro al espejo. El otro que se imagina uno delante acostumbra a ser más atractivo que el yo que mira. Es la dinámica de la otredad. El oficinista Pessoa ve ante sí al cosmopolita Álvaro de Campos o al erudito Ricardo Reis. El otro realiza aquello a lo que el yo aspira. Al espejo me había asomado antes para soñarme aforista. Me veía pasear por una alameda junto al río, con una flor de madreselva en los labios, traje de algodón claro, sombrero y gafas de sol redondas. Un aforista que se detiene, abre la moleskine negra y anota a lápiz una frase tan leve como el vuelo de un vencejo. La otredad del epigramista no es aspiración, sino renuncia. La que conduce a ser quien uno no ha querido ser. Mirarse al espejo para convertirse en el relegado: el poeta costumbrista, sociólogo, aficionado al tópico. El poeta epigramático. Encarnarlo ha sido pretender escribir lo que siempre había detestado leer. Escritor de epigramas. «Qué distintos estos textos breves de la centena anterior», escribió alguien interpretando la metamorfosis. El epigrama exige un tono opuesto al lírico. Sirven los de la narrativa realista, del periodismo e incluso del ensayo divulgativo. Cualquiera que no tenga ni un ápice de poesía. Primera renuncia. Le sientan bien las generalizaciones, la lógica del sentido común, los lugares trillados. Segunda. Pequeñas maravillas dejaron los poetas helenistas en el género y Marcial sigue siendo un contemporáneo, pero ahí se acabó la tradición honrosa. A partir de entonces el epigrama traza el paradigma de la decrepitud. El menor de los géneros menores. Tercera —la tradición deshonrosa— y cuarta —la acumulación de lecturas decepcionantes— juntas. Y aún existe una quinta renuncia: al yo más profundo, el que sostiene el aliento del lenguaje que se pronuncia. Mis epigramas como si no fuera yo quien los hubiera escrito. El resultado de mis epigramas me ha parecido acorde con la tradición del género en lengua vernácula: mediocre. Un conjunto raquítico la primera centena. Aun así, Libro Uno. La experiencia del hundimiento tal vez continúe. Siempre hay margen para empeorar, el gran secreto de la tradición epigramática. Su dulce veneno: ser otro peor.