El cinturón que durante los últimos treinta años ha sujetado mis pantalones —estos más variados— hace unos días que ha empezado a mostrar signos de fatiga. De hecho, ni siquiera por su culpa, sino por la mía. En cierta ocasión tuve que añadirle un orificio y lo hice con un berbiquí de carpintero y por él ahora se escapa el fieltro de relleno. Complemento diseñado por un célebre modisto para su colección de ropa masculina, el precio no era menor, pero lo compré en las últimas rebajas y recuerdo que salí muy contento con la adquisición. Era joven y el cinturón tenía estilo. Entonces estas cosas parecían importantes. Han pasado treinta años y en este momento lo que subrayaría son otras características de carácter más filosófico, por ejemplo, que admiro los objetos que solo se compran una vez para que nos acompañen el resto de la vida.
Aunque tal vez convenga en que ya era hora de renovarlo. Con este propósito entré hace unos días en la tienda de otro célebre modisto. Revisé con ojos de experto —que no se entera de nada— la oferta, también de rebajas finales, aunque seguía pareciéndome caro, y salí con lo que creí un buen cinturón. Con estilo, sin duda. Vi que me faltaban un par de orificios, y esta vez acudí a un zapatero, que me los hizo en un instante, perfectos, y no me cobró. Dejé que pasaran unos días, para no molestar al antiguo, y anteayer lo estrené. Menudo chasco. Una vez apretado, al cinturón le sobra palmo y medio, sin que, por otra parte, alcance hasta la presilla del pantalón. Por inercia doblé el tramo restante y lo sujeté por debajo del propio cinturón.
De repente el mundo se me vino abajo. Quienes hemos vivido algunas décadas ciframos el progreso de la civilización en pequeños detalles: ya no hay que moler el café a mano antes de usarlo, los calcetines no se zurcen y los cinturones no se doblan por debajo de sí mismos. La imagen de un cinturón enroscado es de una vulgaridad que ofende. Pero seguía sin entender qué estaba ocurriendo, así que me puse a estudiarlo.
En primer término, advertí que los pantalones actuales colocan dos presillas a la altura de los bolsillos, dos en los extremos de la cintura y una en el dorso. Cinco en total. Se me antojan escasas. He revisado mis pantalones más antiguos y alguno hasta tiene ocho presillas. Y la distancia entre el lugar donde el cinturón se ajusta y el resto que sobra queda sujeto por dos o tres presillas. Por otra parte, los propios cinturones, como el que he usado en los últimos treinta años, tenían su propia presilla flotante, que se podía colocar al final del cinturón para que este quedara siempre fijo, sin fragmentos pendulares. Pero el nuevo carece de presilla propia. No me queda más remedio que meter por debajo lo sobrante con gesto de matón de película mala.
Puede parecer baladí el asunto de las presillas, pero me he sentido una vez más estafado por la época. Bien porque los diseñadores de cinturones ignoren de esa manera los adelantos consolidados en el vestuario masculino, bien porque el fabricante decida prescindir de todo lo que le ahorre costes —a él, no a mí, que pago de sobras la presilla que no está—, el caso es que solo siento que me engañan por todas partes. Y tomo nota de la lección aprendida: cuando tenga que comprar otro cinturón, dentro de treinta años, observaré con ojos más expertos y me fijaré en cómo el candidato resuelve el inconveniente.