Ha coincidido estos últimos meses el hecho de darle vueltas a la idea del diario. Mejor, del dietario. Algunas veces en conversación con Jesús Aguado, que empieza este curso un taller de diario personal cuya preparación le exige —mejor, se exige— leer todos los diarios de escritores que le faltaban por leer, que no son tantos, por cierto. Nunca me ha gustado el género memorialista. Ni como lector, pues solo considero excepciones, y mucho menos como escritor. La razón posiblemente sea de ideología literaria. La vida dentro de la escritura es como la grasa del jamón, considero que ha de aparecer entreverada. Expuesta en gran cantidad, esas abultadas franjas blancas del mal embutido, resultan materia prescindible. Hay un momento, sin embargo, en el que a uno solo le queda avanzar por donde no ha querido ir. Y en 2019 no he dejado de pensar en la escritura de un diario.
Mi idea del dietario, sin embargo, sigue siendo fruto de mi ideología. Sentarse a describir los hechos fútiles de cualquier día carece de sentido literario. Pero de repente lo cobra si uno toma un elemento cualquiera de la cotidianidad, lo aísla, y se detiene a convertirlo en categoría. A escribir un pequeño ensayo sobre determinada nimiedad. Es algo que se puede hacer, pensé a continuación, sin amarrarlo a una cronología personal. Se parece demasiado, creí, a una columna periodística. Para evitar este inconveniente decidí recurrir a la literalidad del «diario». Y el día de Año Nuevo de este año inicié un diario, diario. Cien días. Con entradas cada una de las jornadas. Algún día se publicará.
De ese proyecto, ya concluido, ha quedado la costumbre, ahora ya sí con elipsis de fechas, de ir escribiendo un diario. Y también leyéndolos. Jesús me aconseja que lea el último volumen del diario de Sándor Márai, el único traducido. Lo busco y me reencuentro con Márai. Había empezado a leerlo al ritmo que se iba traduciendo, como quien sigue una serie televisiva semana a semana. Un escritor fascinante, pero una de sus novelas se me atragantó y abandoné la serie. Y por eso en su momento me perdí Diarios 1984-1989 (Salamandra, 2008). Aunque es posible también que el libro eligiera que lo leyese ahora que me preocupo por el género y no entonces. Nadie sabe qué guía lo que ocurre.
El diario de Márai es uno de los libros más estremecedores que he leído. No sabría decir nada más. Cualquier otro comentario desmerecería la lectura desnuda de ese gran libro desnudo. Dos entradas del diario de Márai coinciden sobre dos asuntos de mis cien días. Con esa prueba se podría decir incluso, quizá con desprecio, que el mío es un diario maraísta. El mohín de disgusto lo podrán otros, a mí me ha encantado esta coincidencia. Más, el reconocimiento que durante la lectura he realizado de la enorme influencia que ha tenido este diario en el mío, a posteriori. Porque Márai hace en su diario exactamente lo que en un párrafo anterior he tratado de explicar como mi teoría del dietario. Descubrir los maestros que uno ha tenido después de haber realizado su obra es una de las compensaciones más gratificantes que tiene el arte.
Sería un poco simple por mi parte quedarme con lo que Márai confirma de mis ideas diarísticas. También las suyas quedan a la intemperie mientras lo escribe. Y de paso, desarropan las mías. El suceso más relevante que gravita sobre los años últimos de Márai, aunque hable de lecturas, impresiones de la época o tentaciones de poner un punto final, es la enfermedad y muerte de Ilona —L. o Lola en la escritura—, su mujer. Y compañía durante más de sesenta años, no precisamente dulces. Como parte del duelo, Sándor lee las agendas, más de cien, donde Ilona anotaba minuciosamente «todo sin excepción, los acontecimientos cotidianos, ya fueran importantes o irrelevantes… los sueños, las visitas, los quehaceres diarios…» «Todo». Ilona había puesto en práctica a lo largo de su vida la idea de diario opuesta a la que he defendido siempre ante mí mismo. Y me ha dejado, como a Márai, sin palabras.
Al principio, el escritor viudo lo considera «un regalo desde el más allá» de su esposa. «Como si todos los días recibiera una carta de ella». Es, digamos, la primera impresión de esta lectura retrospectiva de los días vividos en común. Al mismo tiempo que lee estas agendas llenas de datos nimios, nombres olvidados, hechos desvanecidos, crece en Márai un inquietante, frontal, rechazo a la «Literatura: ochenta por ciento de exhibicionismo. El resto es escritura al dictado». Las citas subrayando esta idea se podrían multiplicar fácilmente. Pese a su lucidez, que evitaré siempre poner en duda, no me parecen, sin embargo, significativas. O solo del desgarro interior del escritor frente al deterioro y la crueldad de la muerte, que le asedia en cada una de las noticias que recibe.
Mientras piensa estas cosas, Márai lee obsesivamente el relato detallado y exacto de todos los días de su vida pasados en compañía de su mujer. El diario de ella. Y un día, el «21 de mayo de 1986», descubre el sentido de esta lectura: «Ese “todo” es una larga declaración de amor, la misma que he estado esperando durante sesenta y dos años porque, por un motivo u otro, siempre evitábamos el tema». De repente descubro la futilidad de las ideas literarias. Da igual que un diario recoja la grasa de la vida tal cual, o la entrevere con florituras de estilo. Da lo mismo que se detenga en lo anodino o en lo trascendente. Siempre será literatura si no es, en sí mismo, una declaración de amor. A una persona, a un lugar, a la lengua, a la vida, qué se yo. Una declaración de amor a quien lo esté leyendo. O, dicho de otra forma, que quien lo lea recupere sus días perdidos en los días perdidos de quien lo haya escrito. La intensidad de la escritura diarística raramente está en las medidas alquímicas de su composición, sino en el sentido que le da a la existencia. Y se escriben diarios para decir lo que, «por un motivo u otro, siempre evitábamos» contar y quien lee tal vez lleve tantos años «esperando». Eso no quiere decir que se cuente o se vaya a contar. Solo que de ahí emerge su valor, del espejismo del final de la espera.