No
hay mejor barrendero que el viento del norte. Forma montículos de hojarasca en
los rincones que después quien barre solo tiene que recoger. El resto queda
impoluto. Como la conciencia de un pecador antes de su primer yerro. Entre los
residuos que el viento amontona hay algunas hojas arrancadas a los alcornoques
y abundante pinaza, también envoltorios de cualquier objeto que se preste a ser
envasado y muchos pañuelos de papel, incluso no usados nunca. Y de vez en
cuando, entre lo acostumbrado, brilla el diminuto grito de una pequeña joya
extraviada. Así fue cómo encontró el Sombra a su perra, un cachorro sin raza
definida que alguien abandonó —equivocándose— donde no duraría mucho.
Se le veía desaparecer por el camino
del bosque cada noche. Alto, enjuto, desgarbado. Los menos afirmaban que había
levantado una cabaña con sus manos en un lugar recóndito, los más creían que se
acostaba en cualquier parte, como un animal, y que su perra dormía encima para
darle calor. Era difícil conciliar las versiones, porque nadie pudo aportar
nunca prueba alguna de su opinión. De ahí que de vez en cuando surgieran nuevas
teorías, como la de la cueva prehistórica que había descubierto en la que nunca
antes, desde tiempos antiguos, se había entrado. Muchos chicos del pueblo en
alguna ocasión quisieron seguirle para resolver la incógnita, pero nadie lo
consiguió, porque la perra los olía enseguida y no cesaba de ladrar,
amenazadora, hasta que se daban la vuelta y regresaban a sus casas, donde el
hogar chisporroteaba y el televisor seguía encendido.
Qué mala jugada contra la imaginación
colectiva hubiera sido la inexistencia en el pueblo de alguien como el Sombra.
Si su habitáculo nocturno da para tantas hipótesis, las razones que le
condujeron a tal apartamiento social establecen el catálogo de todos los
recelos. Quien de vez en cuando visita a las chicas del bar en la carretera, con
temor a un día ser descubierto, apuesta por el abandono de una mujer y la
imposibilidad de seguir teniendo una vida normal sin ella. El que no declara
los sueldos que paga a los temporeros se inclina por un pasado de forajido de
la ley. Los hay que, por no haber podido tener descendencia, agrandan el
sufrimiento debido a la pérdida de un hijo de tierna edad. Las hipótesis se
multiplican conforme al número de vecinos que participen en la tertulia. El
Sombra es el catalizador de todos los pensamientos ocultos en la villa.
Lo cierto es que el personaje y su
perra se pasean por las calles y plazas durante el día sin establecer
conversaciones con nadie. Aunque cuando una mujer se acerca para entregarles un
bocadillo o una sucia botella de agua mineral rellenada con agua del grifo, el
Sombra lo agradece con palabras amables y simpatía. También aquí ha prendido la
polémica. Hay quien defiende que habla un dialecto antiguo ya desaparecido,
pero por lo general se le adscribe un origen extranjero, sin consenso sobre la
especificidad de su extranjería. Lo que pronuncia al agradecer la comida que se
le entrega no siempre se aclara, pero nadie queda sin entenderlo. Es como si al
hablar no dijera palabras sino solo ideas, desnudas, sin concreción de
vocabulario. Como el lenguaje en el que se comunica con la perra. No necesita
explicaciones para que el animal entienda a la perfección lo que el hombre
quiere que haga. Un gesto basta para que lo cumpla al dedillo.
El
Sombra reúne en su figura cuanto se abomina —la pobreza, la soledad, la
incertidumbre— y todo lo que se anhela —el no tener que dar cuenta a nadie, ni
al Estado ni a la familia ni a los conocidos, de todo lo que uno haga, es
decir, la libertad absoluta—. Al mismo tiempo villano y héroe, nadie reconoce
que lo admira, claro, pero tampoco debe de ser mucho el desprecio cuando
despierta tantas inquietudes y concentra tantas cavilaciones sobre cualquier
aspecto relativo a su persona. Incluso su abrigo, en el que si unos ven un
antiguo y prestigioso modelo de clase alta, otros identifican por detrás un
vestuario militar de alto rango. Y aunque las explicaciones parecen
antagónicas, todos coinciden en que hubo alguna vez una drástica caída desde
las alturas. Es precisamente ese súbito desplome el origen y justificación de
las especulaciones.
Hace
años que el Sombra ya ni siquiera es una sombra en el pueblo. La vida está en
manos de una nueva generación de vecinos que, si se cruzaron con él, ya ni lo
recuerdan. Y si uno lo evoca en algún momento, como yo ahora, tampoco sabe
exactamente a qué atenerse. Si fue esto o fue lo otro. Y prefiere cambiar de
tema. Lo que no voy a hacer yo ahora. Era difícil seguirle, ya lo he explicado
antes, pero en cierta ocasión, una tarde rara en la que me dio por perderme en
el bosque, me crucé en un sendero con él y con su perra. Que no me ladró en
absoluto. Me saludó con una sonrisa abierta y yo me acerqué a acariciar a la
perra, lo que ambos agradecieron. El Sombra llevaba en la mano un palo largo y
recio, en cuyo extremo advertí un grumo de barro húmedo. Había estado lloviendo
esa semana y el terreno estaba tierno en todas partes. Me quedé con la mosca
detrás de la oreja. Seguí un buen rato las huellas que venían dejando, que me
condujeron a un claro. Hierbas altas lo poblaban casi por completo, menos en un
extremo, donde advertí un pequeño círculo donde la vegetación estaba aplastada.
No pensé que hubieran pernoctado ahí, claro, porque es donde suelen dormir los
ciervos. Pero me acerqué, y entre la maleza aplanada descubrí unas palabras escritas
en el barro con la punta de un palo. Me costó descifrarlas, pero mi curiosidad
fue mayor que mi impaciencia y al final desvelé su intrincada caligrafía: «dios de los ciervos, protege su miedo». Nunca he
averiguado qué significa, pero le sigo dando vueltas.