3 de octubre, viernes | EL SEÑOR DE LOS CIERVOS



Escribe con un palo, laboriosamente, 
en la tierra húmeda y gris, 
mientras frunce, con ansiedad, el ceño
Margaret Atwood

No hay mejor barrendero que el viento del norte. Forma montículos de hojarasca en los rincones que después quien barre solo tiene que recoger. El resto queda impoluto. Como la conciencia de un pecador antes de su primer yerro. Entre los residuos que el viento amontona hay algunas hojas arrancadas a los alcornoques y abundante pinaza, también envoltorios de cualquier objeto que se preste a ser envasado y muchos pañuelos de papel, incluso no usados nunca. Y de vez en cuando, entre lo acostumbrado, brilla el diminuto grito de una pequeña joya extraviada. Así fue cómo encontró el Sombra a su perra, un cachorro sin raza definida que alguien abandonó —equivocándose— donde no duraría mucho. 

         Se le veía desaparecer por el camino del bosque cada noche. Alto, enjuto, desgarbado. Los menos afirmaban que había levantado una cabaña con sus manos en un lugar recóndito, los más creían que se acostaba en cualquier parte, como un animal, y que su perra dormía encima para darle calor. Era difícil conciliar las versiones, porque nadie pudo aportar nunca prueba alguna de su opinión. De ahí que de vez en cuando surgieran nuevas teorías, como la de la cueva prehistórica que había descubierto en la que nunca antes, desde tiempos antiguos, se había entrado. Muchos chicos del pueblo en alguna ocasión quisieron seguirle para resolver la incógnita, pero nadie lo consiguió, porque la perra los olía enseguida y no cesaba de ladrar, amenazadora, hasta que se daban la vuelta y regresaban a sus casas, donde el hogar chisporroteaba y el televisor seguía encendido.

         Qué mala jugada contra la imaginación colectiva hubiera sido la inexistencia en el pueblo de alguien como el Sombra. Si su habitáculo nocturno da para tantas hipótesis, las razones que le condujeron a tal apartamiento social establecen el catálogo de todos los recelos. Quien de vez en cuando visita a las chicas del bar en la carretera, con temor a un día ser descubierto, apuesta por el abandono de una mujer y la imposibilidad de seguir teniendo una vida normal sin ella. El que no declara los sueldos que paga a los temporeros se inclina por un pasado de forajido de la ley. Los hay que, por no haber podido tener descendencia, agrandan el sufrimiento debido a la pérdida de un hijo de tierna edad. Las hipótesis se multiplican conforme al número de vecinos que participen en la tertulia. El Sombra es el catalizador de todos los pensamientos ocultos en la villa.

         Lo cierto es que el personaje y su perra se pasean por las calles y plazas durante el día sin establecer conversaciones con nadie. Aunque cuando una mujer se acerca para entregarles un bocadillo o una sucia botella de agua mineral rellenada con agua del grifo, el Sombra lo agradece con palabras amables y simpatía. También aquí ha prendido la polémica. Hay quien defiende que habla un dialecto antiguo ya desaparecido, pero por lo general se le adscribe un origen extranjero, sin consenso sobre la especificidad de su extranjería. Lo que pronuncia al agradecer la comida que se le entrega no siempre se aclara, pero nadie queda sin entenderlo. Es como si al hablar no dijera palabras sino solo ideas, desnudas, sin concreción de vocabulario. Como el lenguaje en el que se comunica con la perra. No necesita explicaciones para que el animal entienda a la perfección lo que el hombre quiere que haga. Un gesto basta para que lo cumpla al dedillo.

El Sombra reúne en su figura cuanto se abomina —la pobreza, la soledad, la incertidumbre— y todo lo que se anhela —el no tener que dar cuenta a nadie, ni al Estado ni a la familia ni a los conocidos, de todo lo que uno haga, es decir, la libertad absoluta—. Al mismo tiempo villano y héroe, nadie reconoce que lo admira, claro, pero tampoco debe de ser mucho el desprecio cuando despierta tantas inquietudes y concentra tantas cavilaciones sobre cualquier aspecto relativo a su persona. Incluso su abrigo, en el que si unos ven un antiguo y prestigioso modelo de clase alta, otros identifican por detrás un vestuario militar de alto rango. Y aunque las explicaciones parecen antagónicas, todos coinciden en que hubo alguna vez una drástica caída desde las alturas. Es precisamente ese súbito desplome el origen y justificación de las especulaciones.

Hace años que el Sombra ya ni siquiera es una sombra en el pueblo. La vida está en manos de una nueva generación de vecinos que, si se cruzaron con él, ya ni lo recuerdan. Y si uno lo evoca en algún momento, como yo ahora, tampoco sabe exactamente a qué atenerse. Si fue esto o fue lo otro. Y prefiere cambiar de tema. Lo que no voy a hacer yo ahora. Era difícil seguirle, ya lo he explicado antes, pero en cierta ocasión, una tarde rara en la que me dio por perderme en el bosque, me crucé en un sendero con él y con su perra. Que no me ladró en absoluto. Me saludó con una sonrisa abierta y yo me acerqué a acariciar a la perra, lo que ambos agradecieron. El Sombra llevaba en la mano un palo largo y recio, en cuyo extremo advertí un grumo de barro húmedo. Había estado lloviendo esa semana y el terreno estaba tierno en todas partes. Me quedé con la mosca detrás de la oreja. Seguí un buen rato las huellas que venían dejando, que me condujeron a un claro. Hierbas altas lo poblaban casi por completo, menos en un extremo, donde advertí un pequeño círculo donde la vegetación estaba aplastada. No pensé que hubieran pernoctado ahí, claro, porque es donde suelen dormir los ciervos. Pero me acerqué, y entre la maleza aplanada descubrí unas palabras escritas en el barro con la punta de un palo. Me costó descifrarlas, pero mi curiosidad fue mayor que mi impaciencia y al final desvelé su intrincada caligrafía: «dios de los ciervos, protege su miedo». Nunca he averiguado qué significa, pero le sigo dando vueltas.  

[Cuaderno de ficciones, página 33]