El
cuarto de las escobas de la casa donde viví de niña era mayor que mi habitación
ahora, que por ser la única de este piso en mitad de la inmensa colmena, la
comparto con mi madre. No sé dónde he leído que los japoneses duermen
directamente sobre la tarima. Es un argumento que me viene de perlas para
convencerla de que el colchón sobre una tabla, en el suelo, donde nos acostamos
nosotras, no es signo de carencia, sino cosmopolitismo. En la esquina, una
antigua mesa consola, desvencijada, es mi lugar de trabajo. La silla es de otro
estilo, pero ambas riman en pérdidas de barniz y melladuras. El armario que
alberga las escasas ropas que pudimos traernos cojea un poco al abrir las
puertas, tal vez por eso no lo sacamos de paseo y él lo entiende. Si no
dialogara constantemente con la escasez que nos rodea correría el peligro de no
comprenderla.
Este es uno de los dos espacios. El
otro es cocina, comedor y sala de estar, también es despensa, biblioteca y
mirador. Desde su cristalera se
contempla íntegro el edificio que hay construido delante, idéntico al nuestro,
una especie de muralla china con cientos de ventanas similares en un prodigio
de estructura racionalista. Abajo, entre una y otra construcción, hay un tilo
mediano y un aliso raquítico, una senda de gravilla y queda algún penacho de
hierba dentro de un escueto parterre. Desde la ventana del octavo piso donde
habitamos todo adquiere la dimensión de una casa de muñecas, como las que tenía
en mi cuarto de juegos infantil, solo aquel espacio mayor que este piso y el
del vecino juntos.
No se les ocurrió pintar las paredes
cuando nos lo entregaron, y eso me facilita las labores de investigación sobre
los seres humanos que me precedieron en el piso. Por las muescas descubro tanto
los muebles que poseían como sus movimientos rituales. No es una preocupación
baladí, porque teniendo más enseres y siendo, creo, más los habitantes, cuesta
hacerse una idea de cómo resolvían el puzle cotidiano. Hay también mensajes
garabateados en las paredes. Y aunque mis clases de sueco no han hecho nada más
que empezar, resulta un aliciente estudiar la lengua para conseguir
descifrarlos. Y, además, estas inscripciones me animan a realizar las mías, primero
a la altura del zócalo, detrás del colchón que es también cama, pero más tarde
debajo de la ventana me atrevo a abandonar versos de una supuesta suicida, que
también soy yo.
No hay nada en este lugar que no
entierre la memoria de todos aquellos lugares donde transcurrió mi vida. El
palacete con jardín donde mi padre me enseñaba, los domingos, a cultivar flores
exóticas cuyos bulbos le traían, especialmente para él, de países lejanos.
Cuando los habitantes de Schöneberg recibían en verano visitas de foráneos,
aparecían por la tarde en nuestro jardín para mostrárselo como quien acude a un
museo. Mi padre les abría la cancela de entrada y luego los invitaba a una taza
de té de frutas con delicias de mazapán. Sobre aquel tiempo de bonanza y
encanto ha caído la noche sin que nunca más se haya visto el rosicler de un
amanecer posible.
La noche se aparece como un animal
feroz capaz de arrancar de una
única dentellada la mano que pretende acariciarlo. La noche ruge como un
huracán de aullidos donde aquellos que emiten los agresores pretenden superar
en virulencia a los de las víctimas. La noche convierte en albañal de tormentos
lo más hermoso que un padre es capaz de enseñar a una hija. La noche desconoce
la redención.
Ah, este piso de Södermalm, tan chiquitín y humilde, un espacio donde los vecinos hablan, al otro lado de la pared, dentro del cuarto en el que una busca el sueño. Donde los pasos en el piso superior resuenan en el inferior con la exactitud de una campana. Donde el llanto de un bebé es preocupación de todo el vecindario. Donde la intimidad conyugal carece de secretos para los demás. Y, sin embargo, la noche ruidosa y compartida no puede ser más amable, porque al cabo de las horas conocidas, el cielo se abrirá a la luz de las miradas tranquilas desde las ventanas, los saludos convencionales en la escalera, las carreras de los niños camino de la escuela, el silbato del afilador de cuchillos que solo van a ser utilizados para asegurar la finura de las lonchas cuando se vaya a servir carne para cenar.