3 de febrero. Cuchitril


die Nacht wird lose
fällt aus
toter Zahn vom Gebiss.
Nelly Sachs

El cuarto de las escobas de la casa donde viví de niña era mayor que mi habitación ahora, que por ser la única de este piso en mitad de la inmensa colmena, la comparto con mi madre. No sé dónde he leído que los japoneses duermen directamente sobre la tarima. Es un argumento que me viene de perlas para convencerla de que el colchón sobre una tabla, en el suelo, donde nos acostamos nosotras, no es signo de carencia, sino cosmopolitismo. En la esquina, una antigua mesa consola, desvencijada, es mi lugar de trabajo. La silla es de otro estilo, pero ambas riman en pérdidas de barniz y melladuras. El armario que alberga las escasas ropas que pudimos traernos cojea un poco al abrir las puertas, tal vez por eso no lo sacamos de paseo y él lo entiende. Si no dialogara constantemente con la escasez que nos rodea correría el peligro de no comprenderla.

         Este es uno de los dos espacios. El otro es cocina, comedor y sala de estar, también es despensa, biblioteca y mirador.  Desde su cristalera se contempla íntegro el edificio que hay construido delante, idéntico al nuestro, una especie de muralla china con cientos de ventanas similares en un prodigio de estructura racionalista. Abajo, entre una y otra construcción, hay un tilo mediano y un aliso raquítico, una senda de gravilla y queda algún penacho de hierba dentro de un escueto parterre. Desde la ventana del octavo piso donde habitamos todo adquiere la dimensión de una casa de muñecas, como las que tenía en mi cuarto de juegos infantil, solo aquel espacio mayor que este piso y el del vecino juntos.

         No se les ocurrió pintar las paredes cuando nos lo entregaron, y eso me facilita las labores de investigación sobre los seres humanos que me precedieron en el piso. Por las muescas descubro tanto los muebles que poseían como sus movimientos rituales. No es una preocupación baladí, porque teniendo más enseres y siendo, creo, más los habitantes, cuesta hacerse una idea de cómo resolvían el puzle cotidiano. Hay también mensajes garabateados en las paredes. Y aunque mis clases de sueco no han hecho nada más que empezar, resulta un aliciente estudiar la lengua para conseguir descifrarlos. Y, además, estas inscripciones me animan a realizar las mías, primero a la altura del zócalo, detrás del colchón que es también cama, pero más tarde debajo de la ventana me atrevo a abandonar versos de una supuesta suicida, que también soy yo.

         No hay nada en este lugar que no entierre la memoria de todos aquellos lugares donde transcurrió mi vida. El palacete con jardín donde mi padre me enseñaba, los domingos, a cultivar flores exóticas cuyos bulbos le traían, especialmente para él, de países lejanos. Cuando los habitantes de Schöneberg recibían en verano visitas de foráneos, aparecían por la tarde en nuestro jardín para mostrárselo como quien acude a un museo. Mi padre les abría la cancela de entrada y luego los invitaba a una taza de té de frutas con delicias de mazapán. Sobre aquel tiempo de bonanza y encanto ha caído la noche sin que nunca más se haya visto el rosicler de un amanecer posible.      

         La noche se aparece como un animal feroz capaz de arrancar de una única dentellada la mano que pretende acariciarlo. La noche ruge como un huracán de aullidos donde aquellos que emiten los agresores pretenden superar en virulencia a los de las víctimas. La noche convierte en albañal de tormentos lo más hermoso que un padre es capaz de enseñar a una hija. La noche desconoce la redención.

         Ah, este piso de Södermalm, tan chiquitín y humilde, un espacio donde los vecinos hablan, al otro lado de la pared, dentro del cuarto en el que una busca el sueño. Donde los pasos en el piso superior resuenan en el inferior con la exactitud de una campana. Donde el llanto de un bebé es preocupación de todo el vecindario. Donde la intimidad conyugal carece de secretos para los demás. Y, sin embargo, la noche ruidosa y compartida no puede ser más amable, porque al cabo de las horas conocidas, el cielo se abrirá a la luz de las miradas tranquilas desde las ventanas, los saludos convencionales en la escalera, las carreras de los niños camino de la escuela, el silbato del afilador de cuchillos que solo van a ser utilizados para asegurar la finura de las lonchas cuando se vaya a servir carne para cenar.  

la noche se desprende
de la dentadura
y cae como un diente sin vida.
Nelly Sachs

[Cuaderno de ficciones, página 25]