11 de octubre, viernes. Edipo en Venecia


El agua chapotea contra el dique cuando pasa una embarcación por el canal. Me habla, igual que lo estoy haciendo yo aquí, ahora. Me dice lo que me diría a mí misma. A veces se enfada conmigo. Siempre me entiende cuando ando preocupada. Desde niña me siento en el borde y la escucho. Es el confesor que no tengo, y no será por iglesias en esta ciudad. O la amiga que me faltó en la plaza con juegos infantiles que nunca disfruté, porque no las hay. No sé. Soy yo misma, convertida en agua que chasquea la lengua al hablar el dialecto. Me siento en el suelo y la salpicadura de agua, cuando quien navega lo hace más deprisa de lo permitido, me moja la ropa y aún siento un súbito frescor cuando la humedad atraviesa el tejido y humedece la piel. De adolescente era una sensación que me excitaba. Cerraba los ojos y a quien oía hablar entonces no era a mí, sino a algún chico que me hubiera gustado. Pero creo que no me decía nada. O al menos, no recuerdo que me dijera gran cosa. Nada parecido a lo que me cuenta el agua a mí, cuando soy yo quien habla.

Y, además, la gracia que me haría la rociadura de un hombre encima en este momento. Ni en sueños. Conmigo me basto. En verano, a veces, por las noches, cuando cierro la heladería, camino hasta este lugar, y me tumbo en la plataforma donde se detienen los vapores, junto al canal. Dormito con el susurro del agua. Nunca deja de hablarme, ni siquiera cuando todo a mi alrededor va entrando en el silencio, las luces parecen irse apagando, la oscuridad se vuelve más densa y evoca la hora de las confidencias. Su cháchara me ordena la vida, me reconforta. Nunca es remordimiento, por mal que haya actuado con los demás. Solo bálsamo aplicado con paciencia por el cuerpo, con mimo. Con delicadeza de agua, siempre, aunque discurra hacia la laguna ni demasiado limpia ni especialmente aromática.

         Es una espina que tienes clavada en la planta del pie, me dice esta noche el agua que fluye en sosiego por el canal cuando me acerco a saludarla, y te empeñas en ir a la pata coja sobre la misma pierna. No entiendo lo que me afea mientras me dejo seducir por la belleza de su vestido. Las bombillas del Arsenal reflejadas en la superficie forman una auténtica escuadra de barquitos de papel, que quietos no dejan de moverse. Un ejército de significados que no sé leer. Ni siquiera cuando están hablándome. «¿A la pata coja?», me digo en voz alta. Algunos turistas se recogen a sus hoteles con paso vacilante y gesto risueño. Ni los veo. Forman parte del mobiliario de la ciudad. De toda la ciudad, menos de la terminal de la línea de vapores de San Silvestre, que el ayuntamiento ha cerrado por obras. Todo el verano. Una riada de turistas que sube y baja a cada momento, ahora ausentes por reparaciones.

Apareció la cuadrilla una mañana de abril. Los vi pasar, e ingenua de mí hasta imaginé que al poco regresaría uno para comprar helados para los demás. Hasta quise ver sus preferencias en los rostros. Intuí mucho chocolate en las miradas, le eché un vistazo a la cubeta y comprobé que estaba a rebosar. Me quedé tranquila, estúpida de mí.  Las lonas que extendieron por el acceso al dique lo cubrieron por completo, taparon carteles y accesorios. Y extendieron por todas partes cintas amarillas y rojas de señalización de obra pública. La orden municipal de suspensión del servicio de vapores hasta la finalización de los trabajos de construcción de una terminal cubierta quedó expuesta en un cartelón sobre la lona.

Desde aquel día, la calle Sbianchesini ha permanecido desierta. Los vapores pasan de largo. Los caminantes siguen hasta Rialto para tomar el suyo. Esto, que ocurrió ya al día siguiente, me costó entenderlo unas semanas. Seguía haciendo las compras y preparando los helados al ritmo al que me conducía la costumbre, cada vez más intensa por la llegada del buen tiempo, casi sin darme cuenta de que nadie entraba en el local para comprarlos. Ni siquiera la cuadrilla que cerró la parada de San Silvestres. Los vi pasar de regreso, con el mismo deseo de crema de chocolate en la mirada, pero sin querer entrar a satisfacerlo. Si por un instante se me hubiera ocurrido pensar en lo que le acababan de hacer a mi heladería, hubiese salido a la carrera tras ellos, empuñada en lo alto una barra para el hielo, por azotarles las ideas. Ellos, que no tenían ninguna culpa; yo, que no comprendía el devenir.

[Cuaderno de ficciones, página 22]